En un gobierno oligárquico, esa minoría que manda tiene como denominador común la clase social, las condiciones económicas y una sucesión de parentesco. Las cualidades morales y la preparación académica de la persona nada valen. Es decir, la ética queda relegada al cajón de la basura porque ni recuerdo hay de ella.
En Guatemala, la oligarquía que nos ha tocado sufrir es la de los criollos: hijos o descendientes de españoles (con todo lo que ello significa) que, aun después de la mal llamada independencia, no solo se autoproclamaron próceres, sino que ahora, tras bambalinas, siguen gobernando a manera de titiriteros.
Esa oligarquía ha gobernado en nuestro país a sangre y fuego, supeditando el Estado a sus intereses y no pocas veces de manera tiránica. Sus características han sido la captura del Estado, los gobiernos de turno y la generación de tres tipos de miedo durante las últimas cinco centurias.
Revisemos ello.
Del secuestro del Estado ni qué decir porque con el actual gobierno tenemos suficiente ejemplo. Pero vale la pena recordar que en ese estamento hay tres niveles que usurpan de manera absoluta: la salud, porque un pueblo sano se defiende y ello para nada les conviene; la educación, porque un pueblo educado progresa y a ellos solamente les interesa la mano de obra medianamente calificada y por lo tanto barata; y las finanzas públicas, porque quien tiene el oro domina al moro.
En cuanto a los miedos, desde la invasión española hasta la época cafetalera nos metieron (1) temor al fuego perpetuo: «O te portas bien, eres dócil y totalmente sumiso, o te espera la condenación eterna». De la época cafetalera hasta el inicio de la guerra fría nos metieron, en las regiones de las grandes fincas, principalmente en el norte de Guatemala, (2) el miedo a ciertas entelequias como el Negrito (Q’eq en idioma q’eqchi’). De tal personaje expuse en este mismo medio: «Se trata de un ser horroroso que habitaba en las fincas cafetaleras. El Negro o el Negrito —Q’eq (/kek/) en idioma q’eqchi’— era una especie de espíritu perverso que causaba toda clase de males, particularmente a los mozos colonos de las fincas que durante la noche salieran de sus ranchos para —supuestamente— robar el grano de café». Y desde la guerra fría para acá, particularmente en las áreas urbanas y en las que lindan entre las rurales y las urbanas, (3) el miedo al comunismo: «Si protestas en contra del estatus, luchas por tus derechos y denuncias la injusticia y la corrupción, eres comunista».
Sin embargo, la historia va. No se puede retroceder. A lo sumo, se pueden hacer medianos intentos —que no por medianos son o serán inocuos— en tanto retardar los procesos de globalización, por ejemplo. Intentos serán porque, en el caso de la globalización, la vinculación de mercados, la relación de sociedades, el intercambio de elementos culturales y todos los cambios sociales que dicha corriente conlleva no permiten, a escala global, la corrupción. Y Guatemala no puede quedar fuera del transitar de esa historia.
Cuando un reducto cae o está por caer, se pelea hasta la muerte. Nosotros, los ciudadanos de a pie, debemos sortear ese pleito que se vislumbra entre elefantes. Cuando los mastodontes se enfrentan, quienes sufren son las hormigas.
En el entretanto, como pueblo, debemos hacer frente a los perjuicios que nos impusieron. Entre ellos, la pésima educación que hoy por hoy existe en las aulas del país. ¿Cómo? Pareciera ingenua y minúscula la propuesta: fomentemos la lectura. Dentro de las escuelas y fuera de ellas. Pasado algún tiempo (cuya vertiente es ilimitada), nos daremos cuenta de que dicha proposición no fue tan cándida.
El último reducto está por caer. El pueblo, entonces, disfrutará de la primavera que le fue segada.
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