Por ello, esa energía simbolizada y sacralizada llevaba una pequeña hacha que simulaba el rayo y el trueno, así como una tinaja volteada hacia abajo derramando el sagrado líquido. Alrededor de esa conceptualización se buscaba la armonía y complementariedad entre el ser humano y la madre naturaleza. Hoy, la lucha política, económica, cultural y técnica sobre el recurso hídrico y alrededor de la ley de aguas expresa de todo, menos armonía y sostenibilidad.
Desde 1957, cuando se plantea la creación de la comisión nacional de riego, mucha agua ha corrido. Igual, han sido varios los intentos por controlar lo que los neoliberales llaman un bien económico, los técnicos un recurso natural, Naciones Unidas un derecho humano y los pueblos indígenas simplemente vida. Se calcula que desde 1980 ha habido más de una decena de iniciativas para formular una ley de aguas, e igual número de ellas ha fracasado por la complejidad de visiones, intereses y contradicciones.
Lo que es cierto es que, en aguas revueltas, ganancia de poderosos. La mayor cantidad de agua existente en el país se consume para fines productivos, agrícolas e industriales. La cantidad que se orienta al consumo humano es mínima en relación con el uso productivo. El acceso al agua está en proporción directa a la posibilidad económica: los pobres son los que menos acceso a ella tienen y su voz no cuenta en las iniciativas de ley que se han planteado. Y es en ese marco en el que se actualiza la discusión sobre la regulación del agua.
La agricultura extensiva para la exportación (como la palma africana y la caña de azúcar), la actividad extractiva, las hidroeléctricas y la producción de carne y bebidas de todo tipo son los sectores que más consumen agua en sus procesos y no pagan ningún derecho por su utilización. Las aguas residuales, la mayor parte, no tienen tratamiento alguno y son vertidas de nuevo a los ríos, lagos y mares, de modo que contaminan por donde discurren. A estos sectores no les conviene que exista una ley que regule de manera racional, sostenible y adecuada el uso del agua o, caso contrario, que la ley que se emita favorezca sus intereses, ya que para eso tienen control sobre los partidos políticos y las autoridades de gobierno y del Legislativo. Estamos ante un modelo de desarrollo eminentemente extractivista y una institucionalidad débil, incapaz y corrupta[1].
Desde una posición más social existe la iniciativa de ley del sistema nacional del agua, número 5070, que se está socializando en diferentes espacios locales y comunitarios impulsada por diputados de izquierda y organizaciones no gubernamentales que trabajan proyectos de desarrollo. Pero esta repite en su contenido los errores que se han cometido en el pasado al fortalecer el centralismo del Estado a través de la creación de una autoridad nacional del agua, estructura burocrática todopoderosa que subordina y complica la labor de las municipalidades, a las cuales cargan la mano con las responsabilidades de dotar el líquido vital a todos los habitantes (lo cual no es incorrecto), para lo cual imponen una base mínima de agua gratuita para todos los vecinos (incorrecto para la precariedad económica de la mayor parte de los municipios).
Desde su origen, estas estructuras centralistas pueden ser captadas por los grupos tradicionales de poder político y económico. La experiencia y la historia lo dicen, y en detrimento de los pueblos indígenas, para los cuales el agua es una realidad y un sentimiento distintos a la visión tecnocrática y política de la izquierda y la derecha políticas.
El asunto se complica más porque a ciertos actores, pueblos indígenas y comunidades campesinas la iniciativa les otorga casi absoluto control sobre el agua, facultades que limitan la competencia y la obligación municipales y pueden ahondar la brecha entre la ruralidad y los cascos urbanos de los 340 municipios. Porque sabido es que las fuentes de suministro de agua están en las comunidades rurales y que los cascos urbanos dependen de esas fuentes. Esto podría ser una nueva fuente de conflictos inducida desde visiones externas. Es necesario un diálogo más profundo, que supere la lógica de talleres que se realizan con pequeños grupos y que se disfrazan de una auténtica consulta, tal como lo marca el Convenio 169.
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[1] Universidad Rafael Landívar (2016). Gota a gota, el futuro se agota. Una mirada a la disponibilidad presente y futura del agua en Guatemala. Resumen de informe no. 12.
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