A diario vemos rostros, y los encuentros personales son parte de la cotidianidad. Ello nos permite interactuar, conocer, discernir y decidir. Entretejidos estos que son muy novedosos cuando hay un estado ex post facto como el que vivimos después de las elecciones generales.
La pregunta «¿valió la pena?» hizo presencia en mi mente la semana pasada cuando vi algunos rostros de personas cercanas a mí: los de aquellos que contendieron y no lograron entrar a las corporaciones edilicias y al Congreso, los de quienes dejarán de pertenecer a tales categorías el 14 de enero próximo, los de quienes esperaban otros resultados y, muy particularmente, los de quienes habiendo pertenecido a dichos estamentos ahora tienen una cara de aflicción marca Cicig o MP.
A quienes hoy presentan un semblante de aflicción les pregunto: «¿Valió la pena provocar tal descalabro para obtener pingües réditos?». Veamos: la fractura de la confianza entre nosotros, pueblo, y quienes nos representaban, el escarnio de estar casi al desnudo frente a la colectividad, la consternación provocada por su amoralidad y el legado de infamia que dejarán a sus hijos no tiene parangón. Con frecuencia se dice que «la vergüenza pasa y el pisto queda», mas esa cantaleta no es del todo cierta. Una manera retorcida de comportamiento en los padres marca para siempre la personalidad de los hijos. De ello pueden estar seguros.
A Hermógenes López Coarchita, párroco de San José Pinula asesinado el 30 de junio de 1978 en el interregno de la fraudulenta trasmisión presidencial de Kjell Eugenio Laugerud García a Fernando Romeo Lucas, se le oyó decir como últimas palabras, antes de salir hacia Palencia (fue emboscado en la carretera): «Si mea mors advenedisset hodie, paratus sum». Su significado: «Si mi muerte ha de suceder hoy, preparado estoy». El padre Hermógenes fue matado —entre otras causas— por defender el agua de las comunidades que estaban en la circunscripción de su parroquia. Una empresa —con la aquiescencia de los políticos de ocasión— se la quería agenciar para comercializarla en la metrópoli. Y aun sabiendo que ese día sería emboscado, no rehusó el llamado de un supuesto enfermo (parte del macabro plan para eliminarlo) porque la ética estaba encarnada en su vida y su verdad.
Yo me pregunto si estos adefesios que ahora andan con cara de chiflido habrán tenido alguna vez noción de la ética como basamento del quehacer político. Mi suposición es que no conocieron ni conocen el significado de la palabra. Quizá por eso uno de ellos, cuando le conté hace tres años de la vida y la muerte del padre Hermógenes, me arguyó: «¡Pero qué bruto el hombre! Yo les habría sacado pisto para los pobres». ¡Vaya ética aquella!
Hoy estas personas con cara de penitentes están frente a su templo en ruinas. Su dios dinero es un dios achicharrado y extinto. Desafortunadamente, también están fenecidos aquellos que murieron en los hospitales por falta de insumos médicos y marchitos los cuerpos de quienes murieron a causa de la desnutrición y sus complicaciones. Desgracias acaecidas en un contexto de corrupción rampante. Entramado del cual fueron arte y parte.
Así las cosas, ¿valió la pena cambiar honorabilidad y prestigio por dinero mal habido? No sé cuál será la respuesta de ellos. Imagino que hartamente negativa porque el terror —se nota— ya comenzó a marcar sus semblantes. Da la impresión de que son muertos en vida.
A la sazón, ¿valió la pena?
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