Entre insultos y críticas que se vuelven más agrios cuando rostros de mujeres con niños en brazos se asoman detrás de las banderas blancas, que se han multiplicado en este país de pobreza consuetudinaria, de desnutrición y de violencias diversas contra las mujeres, ahora también se cierne toda una construcción imaginaria moralista negativa contra la madre soltera y desempleada.
Miles de personas viven del empleo informal. La trabajadora sexual buscándose la vida lejos de la Línea, los payasitos con sonrisa fingida y el futuro embargado haciendo piruetas en los semáforos, el lustrador escaso de oficinistas, el anciano solitario que jala la carretilla de helados bajo el sol, la abuela en la venta de panes junto a la parada de buses ahora vacía, los vendedores ambulantes de accesorios llevando a cuestas su angustia cotidiana y la interminable lista de labores invisibilizadas y de trabajos fantasmas ahora más necesitados de apoyo, antes de ser ignorados, al menos deberían suscitar la inquietud de por qué esto es la normalidad necesaria en este paraíso de la desigualdad, de por qué estas personas, en sus trayectorias vitales y de transición a la vida adulta, se topan con más dificultades que quienes leen estas líneas. Lo más probable es que solo pasen por el radar de la percepción cuando las notas venenosas que circulan en redes los tachen de vividores de un sistema que los orilló desde la infancia a un destino que nunca eligieron.
Aunque estas banderas clamen por una ayuda o al menos por un poco de empatía, el comentario presidencial calificándolos de «acarreados políticos» pareciera ser el banderazo esperado por una parte de la sociedad, insensible a este drama cotidiano, para dar rienda suelta a su aporofobia y sacar las peores invectivas contra estas personas, trabajadoras o no. Cuando es a través de estas banderas como simplemente se muestra lo evidente, amén de la insensibilidad al drama ajeno y de la incapacidad para imaginar un Estado que brinde condiciones de vida decente y una oportunidad de sudar dignamente por el alimento, una sociedad que ni siquiera repara en la decadencia de sus propios valores humanitarios y que, al contrario, atiza dicha decadencia no puede tener un verdadero futuro democrático.
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Y es que esta indolencia es una de las fuerzas motrices en la perpetuación de la desigualdad, tanto como el negarnos a pensar, a escudriñar más allá de nuestra propia situación de clase y a comprender el significado del color de esas banderas que se multiplican por doquier, que nos convencen de que los pobres no crecen, son como niños, no tienen sentimientos ni autoestima que se vea lesionada, y de que por eso se pueden pasar por alto. Están acostumbrados a estar así. Quizá por eso les molesta e irrita tanto a las mentalidades conservadoras el hecho de que ahora se aprovechen de la situación, de que las dejen en evidencia sacando sus banderas por las calles de la ciudad para recordarles la verdadera realidad de nuestro país.
Más allá de lamentarnos, puede que esta emergencia nos haga despertar de nuestro mal sueño de naturalización de la pobreza, de desigualdad y de sus estereotipos que, como recordatorio moralista, justifican la violencia contra niñas y niños a través de la pobreza aceptada casi de manera cuasi paisajística. Porque, para ese imaginario conservador, esta siempre ha existido, así como siempre ha existido ese invisibilizar al otro que no se considera igual. Aún es pronto para saber si esta pandemia nos abrirá los ojos o no, pero no veo un momento más oportuno que este para repensar otro modelo de nación, con iniciativas como la Olla Comunitaria del restaurante Rayuela, la ingeniosa estrategia en redes sociales del grupo de Facebook No te Quedes sin Comer y otras que están demostrando que podemos generar nuevos vínculos sociales, nuevas articulaciones solidarias en las que el sujeto ciudadano otrora conservador se encuentre con su propia humanidad a través de los otros. En estos momentos de incertidumbre hay iniciativas populares que muestran que, a pesar de todo, sí sabemos ser de otra manera.
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