Dicen por ahí que «la lengua es un órgano sexual que algunos degenerados utilizan para hablar». Y no es que uno los prefiera mudos, pero esa saliva que se pierde en las palabras podría tener mejor fin si regara el capullo de la rosa que habita entre las piernas de la dama.
La mayoría de los hombres, con o sin experiencia, reducen los encuentros sexuales a la penetración. En estas circunstancias, las relaciones se vuelven falocéntricas, dirigidas al goce masculino. Aunque el varón crea que está maximizando su placer, al centrarse en su satisfacción, en realidad está perdiendo. Moldeando otra frase que se ajusta a estas circunstancias: no hay amante exitoso en una relación malograda. Por lógica elemental, si se potencia el placer de ambos, el gozo total será superior. Tan simple como que 1 + 0 = 1 y 1 + 1 = 2.
Pero, además, es injusto poner toda la responsabilidad del éxito de una misión tan importante en un pedacito de carne de 13 o 14 centímetros de largo. Ya saben que no es bueno poner todos los huevos en una sola canasta. Cualquier fallo mecánico, y la misión será un desastre. En cambio, si se aprovechan otras partes del cuerpo, digamos la lengua, se le podría bajar la presión al pobre falo, que se siente abrumado con tanta carga.
Mientras escribo este párrafo, un recuerdo me asalta sin aviso y un escalofrío me baja por la espalda. Una lengua magnífica reclama su presencia en mi memoria.
Recuerdo sus besos, aquellos en los que su lengua danzaba como ágil bailarina en torno de mi boca. En cada plié avanzaba un trazo. Mis labios, como el telón de terciopelo rojo de los teatros, se abrían despacio para permitir su entrada. Ella caminaba desnuda y húmeda hacia ese escenario que ya la esperaba con ansia. En su entrada triunfal hacía un espectacular giro que remataba con un magistral latigazo. Mi lengua la recibía sumisa, dispuesta a saborear a la virtuosa artista recién llegada.
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Otras veces, en cambio, cuando el deseo apremiaba, no había aquel momento de gracia y sutileza: su lengua entraba prepotente en mi boca, dispuesta a dar batalla. La mía adivinaba su intención desde la entrada. No hacían falta señas ni palabras. Al instante mi lengua corría diligente a cerrarle el paso a su adversaria. Como dos luchadores de sumo, aquellas lenguas se abrazaban en combate. Una empuja y la otra se agacha, una avanza y la otra se contrae, una penetra y la otra aguarda. Así sigue aquel combate jadeante y lleno de baba. Esas lenguas no son enemigas, sino aliadas que juegan al ratón y al gato.
Esa lengua tan suave y blanda ha recorrido todos mis valles y montañas. Con sus acordes he llegado a afinar las notas más altas. Lo que hace en mi boca se ve empequeñecido cuando se asoma a mi parcela marina, que, sin ser mar, se le parece tanto. Tiene olor a concha en marea alta. Y si uno se acerca con cuidado, puede oír el rumor del océano que brota de sus entrañas. Navegar en ese mar abierto no es cosa de principiantes: hay que saber hacia dónde van los vientos y en qué momento tensar las velas y soltar amarras. Para la magnífica lengua que lame mis recuerdos, era en este mar donde mejor navegaba.
Su nombre queda discretamente guardado. Solo diré que su lengua estaba llena de atardeceres y tempestades.
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