Estos son el principal incentivo para asumir los riesgos y costos de una agresividad instintiva que se convierte en violencia al interactuar con determinado contexto —por ejemplo, uno de escasez—. Dicha violencia se ejerce contra otros machos de la misma especie, frecuentemente integrantes de un grupo que compite por los mismos recursos escasos. Así que, desde el punto de vista evolutivo, los homicidios tienen cierto sentido adaptativo.
Sin embargo, los humanos no somos la única especie en la cual los rivales se eliminan físicamente unos a otros. Se ha documentado que también entre los peces, los leones, los chimpancés y los lobos hay violencia con resultados fatales contra otros de la misma especie. Sobre estos últimos, el psicólogo evolutivo David Buss nos explica que el 50 por ciento de las muertes de lobos machos ocurren por violencia dentro de la misma especie —lo cual le da sentido a la famosa frase de Hobbes: «El hombre es el lobo del hombre», que antes matizamos con afirmaciones hechas por De Waal (2005)—. Dicha violencia, como ya explicamos, se da especialmente entre el macho alfa —el líder del grupo— y sus rivales —los retadores que aspiran a esa posición que da acceso privilegiado a los recursos del grupo—.
El neurocientífico Robert Sapolsky ha estudiado por años el comportamiento agresivo de los babuinos —monos que se encuentran en África y Asia— y sus secuelas en los niveles de estrés entre los machos ubicados en distintas posiciones de la jerarquía social (ver documental de NatGeo de 2008). En la reserva natural Masai Mara, en Kenia, fue testigo de algo inesperado que les ocurrió a los babuinos de una tropa que siempre peleaban con otros para obtener acceso al basurero de un hotel. Solo los más fuertes y agresivos lograban alcanzar la meta y alimentarse con ricos majares. Lamentablemente, en una ocasión se tiró al basurero carne de res contaminada con tuberculosis, la cual exterminó a todos los babuinos que se la comieron, es decir, a los machos alfa. Como resultado, la tropa se convirtió en un oasis de armonía y paz y disminuyeron los niveles de estrés generados por la lucha para obtener y preservar el poder, es decir, por el acceso casi exclusivo a los recursos y a las hembras del grupo. Los incidentes violentos cayeron dramáticamente al desaparecer los abusadores —bullies—, mientras que los babuinos machos que sobrevivieron, los good guys, fueron capaces de reproducirse y la siguiente generación heredó su gen pacífico. Adicionalmente ocurrió un cambió a nivel cultural, pues, como los babuinos adolescentes migran de la tropa, se observó que las hembras ahora solo seleccionaban para aparearse a machos que no se comportaban como el tradicional alfa, sino únicamente a aquellos que mostraban un comportamiento más tolerante y cooperador. Así, el ambiente de la tropa se convirtió en uno más relajado y de reciprocidad positiva, al cual incluso los machos de otros grupos se adaptaban en un lapso de seis meses por medio del aprendizaje de que el comportamiento agresivo no los convertía en más atractivos para las hembras. Esto ha prevalecido ya por dos décadas después del incidente, que se constituyó en un experimento natural con dramáticas consecuencias.
Retomo, entonces, una de las preguntas del artículo anterior: ¿por qué, a pesar de los altos niveles de violencia en Guatemala, se observó un significativo descenso en la tasa de homicidios correspondiente al año recién pasado? Varios analistas y varias organizaciones niegan la posibilidad de que dicha mejora se pueda atribuir a políticas públicas del Estado en materia de seguridad, pues se preguntan cuáles han sido esas mediadas adoptadas, si es que existen. Otros piensan que posiblemente ha habido algún tipo de arreglo entre los grupos criminales, quienes han concedido cierta tregua al uso de la violencia para el dominio de territorios claves para el trasiego de drogas, armas, personas, y otras actividades ilícitas.
Las 700 vidas que se salvaron en 2010 podrían explicarse de la siguiente manera: la misma espiral de violencia está terminado con los machos alfa de nuestra sociedad, pues ellos también están entre las víctimas y, sobre todo, entre los victimarios. Después de haberse alcanzado el pico de violencia homicida con 85 asesinatos de hombres por cada 100 000 hombres en 2009, se retrocedió hasta 75 en el 2010 —un 8 por ciento menos— porque muchos de los victimarios se convirtieron en víctimas. Esta es una hipótesis controversial, especialmente porque hay insuficiente información para examinarla con rigurosidad y por las implicaciones que algunos le quieran dar. Sin embargo, tiene sentido y la plausibilidad necesaria para ser tomada con seriedad.
Por otro lado, las causas de la reducción en la tasa de homicidios no son los mismos factores, con signo contrario, que explican el surgimiento de la violencia homicida en primer lugar. Como hemos visto, en su origen hay diversos factores biológicos, incluyendo los niveles de testosterona en los hombres jóvenes, que ciertamente interactúan con factores medioambientales, mientras que en el ámbito de los remedios tendríamos los arreglos institucionales y las innovaciones humanas respecto a las reglas que constriñen nuestro comportamiento y facilitan la convivencia social —esto es, la ordenan y hacen previsible—. La institucionalización de la justicia es una de esas innovaciones que debemos rescatar y que abordaremos en entregas futuras.
Cleveland, Ohio, 4 de abril de 2011
- Mendoza, C. (21 de marzo de 2011). «La incontenible agresividad del macho alfa (parte I)», en Plaza Pública.
- Mendoza, C. (10 de enero de 2011). «Disminuyó violencia homicida en Guatemala durante 2010, según Policía Nacional Civil y el Inacif», en internet: http://ca-bi.com/blackbox/?p=4564
- National Geographic (2008). Stress: Portrait of a Killer. DVD.
- (*) Redes para la Ciencia (2009). Programa 28: «Nuestro instinto asesino», en internet.
- De Waal, F. (2005). Our Inner Ape, pp. 148-149 (para leer resumen del hallazgo de Sapolsky).
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