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El pelo de la Virgen

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El pelo de la Virgen

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Cuento del escritor argentino Federico Falco, emparejado con obra del artista argentino Nicolás Mastracchio. [Más arte y literatura contemporánea de América Latina en Suelta]

Tampoco era la más linda, de la que todos los varones estábamos enamorados y que se llamaba Anahí Mara Olinda Rodríguez – las siglas de su nombre formaban la palabra “AMOR”-. Silvina era rara, un tanto extraña y con el pelo muy largo, rubio, partido al medio. Casi tan largo que llegaba a su cintura. Las mañanas de viento lo llevaba recogido pero el resto del tiempo su cabellera rubia caía lisa y terminaba con un corte perfecto, como si la peluquera que lo emparejaba hubiera usado un nivel de albañil o una escuadra para hacerlo.

En el curso, nadie más que yo estaba enamorado de ella y yo la amaba en secreto.

Pero un día Silvina llegó a clase con la cabeza rapada a cero. Una pelusa dura, de no más de medio centímetro de alto, se paraba sobre su cuero cabelludo. Ella entró a la escuela descubierta y se calzó un sombrero cuando estuvo segura de que ya todos la habíamos visto y de que el comentario ya había recorrido los dos patios, el de varones y el de nenas, y los pasillos y las aulas e, incluso, la cocina donde las maestras y las porteras tomaban café o fumaban en los recreos. Sólo entonces, Silvina se cubrió con un sombrero de hilo blanco y ala ancha, tejido al crochet. A un costado, el sombrero tenía una flor de color celeste, también tejida.

Silvina no parecía avergonzada de haber perdido su pelo. Al contrario, parecía orgullosa. Mantenía la frente erguida y miraba directamente a los ojos, desafiante, a quién se animara a enfrentarla. Eso sirvió para que nadie le hiciera preguntas y para que yo me enamorara  más de ella.

A partir de ese día, comencé a soñar, por las noches, que esa cabeza iridiscente y brusca me recorría la piel y me fregaba insistente, como un cepillo friega la mancha en la ropa sucia. Oleadas de vibraciones me recorrían y el cuerpo se me llenaba de calores. Soñaba que un montón de cabellos rubios y desordenados se colaban por entre mis sábanas, que me atrapaban y me aturdían. Yo mordía con mis dientes ese pelo, soportando el éxtasis y silenciándome. Lo mascaba como se masca el pelo, con picazón y con enredo.

No sabía qué era lo que me pasaba y despertaba envuelto en humedades, solitario en mi cama. Avergonzado, en el silencio de la noche, tenía que correr a secar las sábanas y a limpiar mis rastros cuidando de no despertar a papá y mamá, que dormían en la pieza contigua, o a mi hermana, que estaba a unos pocos metros, en la cama junto a la mía.

En la escuela corrió el rumor de que Silvina se había cortado el pelo para ofrendarlo a una Virgen milagrosa. Tenía un hermanito enfermo y, cediendo su pelo a la cabellera de la Virgen, rogaba por él y lo encomendaba.

Yo consideré que el rumor era verdad y me desesperé. En algún lugar, me esperaban sus cabellos. Necesitaba por lo menos uno, para prenderlo a mi pecho, para recordarla por siempre.

Entonces, confeccioné una lista de Capillas e Iglesias que podrían contener Vírgenes capaces de salvar hermanos moribundos y comencé por las más cercanas. Encontré figuras de yeso, sólidas, altas y que por ningún costado hubieran aceptado apliques de pelo humano. Al otro lado de las vías, en una ermita donde el culto principal era un San Roque inmenso custodiado por un perro gris de ojos mal pintados, hallé una Virgen pequeña, en un altarcito escondido. Tenía cabello natural, pero negro y envejecido: ese no era el pelo de Silvina.

A pesar de todo, no desistí en mi búsqueda. No ignoraba que, necesitada de milagros, la gente es capaz no sólo de cortarse el cabello, sino también de viajar largas distancias para ofrendarlo, ya que se supone que no todas las Vírgenes son iguales de poderosas o interceden por el mismo tipo de pedido.

Después de un tiempo, un cura viejo a quien le consulté mis desvelos bajo secreto de confesión, me confió que mucha gente había comenzado a creer que una imagen muy antigua, en la Capilla de una estancia cercana, obraba grandes cosas si uno pedía con devoción. Me dio el nombre de la estancia y me indicó cómo llegar. Antes de absolverme por mis pecados, el cura me regaló un rosario santo y una estampita y me deseó suerte. Yo agaché la cabeza y dejé que me bendijera en silencio. Mi búsqueda había finalizado.

Llegar hasta la Capilla donde Silvina había acarreado sus ruegos no era cosa fácil, por lo que organicé la excursión con sumo detalle. Iba a tener que recorrer quince kilómetros de camino de tierra, cruzar un arroyo en el que no había puente y guiarme por mí mismo en una maraña de potreros y alambrados semi derruídos. El único modo de locomoción con que contaba era una bicicleta vieja, heredada de un primo y  que tenía pinchada las dos ruedas. La tuve que  llevar al bicicletero y pagar la compostura.

Partí un sábado a la mañana, temprano. Había pasado bastante tiempo desde la última lluvia y los caminos estaban cubiertos de polvo. Las ruedas de la bicicleta se hundían en el guadal y en algunos lugares era mejor bajarse y avanzar a pié. Cada vez que pasaba una camioneta o un camión, se formaban inmensas nubes de tierra que tapaban el camino y me hacían perder, durante minutos enteros, en una neblina densa y seca. El guadal se adhería a mi sudor, creando barro sobre mi piel y yo emergía con la ropa, las orejas y el pelo cubiertos de polvo.

Al llegar al arroyo paré a descansar y me comí un sándwich de milanesa que había llevado en la mochila. La correntada lenta salpicaba mis tobillos y, en el agua, un cardumen de mojarritas grises esperaba por las migas que dejaba caer. Ahí,  entre el barro fresco de la orilla, me toqué en silencio, pensando en el pelo ya cercano y bendito. “Silvina”, dejó mi boca escapar su nombre, al quebrarme. El fruto de mi placer salpicó el agua con débiles gotas ardientes, que, al contacto con el líquido, se solidificaron y se tornaron blancas. Antes de que precipitaran hacia el fondo, las mojarritas las engulleron una a una y escaparon veloces.

Después seguí pedaleando. En el último tramo del camino me encontré con una vaca suelta y su ternero y, un poco más allá, con un gato marrón y negro, de cola muy larga. El gato me miró un rato desde la cuneta polvorienta y se escabulló entre los yuyos altos y secos que crecían junto al alambrado. Supuse que se trataba de un gato perdido, o de un gato ermitaño.

La Capilla apareció poco a poco, escondida detrás de una curva. Era muy vieja y parecía abandonada. Frente a ella, un recuadro tapiado y lleno de malezas delimitaba el cementerio: detrás se alzaban las puntas herrumbradas de las cruces más altas. Una hilera de pinos cimbraba con el viento. Uno o dos se habían secado y otro, partido por la mitad, seguía creciendo inclinado sobre un panteón.

La puerta de la Capilla estaba cerrada con candado. Sobre ella, metido dentro de un folio y pegado con chinches, un papel informaba que las misas eran domingo de por medio, a la una de la tarde. Hacia un costado, por una escalera de piedra, se subía al campanario. A la campana de bronce le faltaba el badajo. Estaba atada con alambre al crucero del cual se sostenía. Sobre uno de los últimos escalones encontré un trozo de hierro y di dos golpes fuertes en el canto mellado. Seis o siete palomas aletearon en los pinos del cementerio, lo sobrevolaron armando un círculo en el cielo y volvieron a posarse sobre los pinos o entre las tumbas. Dentro de la Capilla se escuchó un rumor de ratas corriendo sobre el artesonado. El alambre que ataba la campana al madero gruñó como si estuviera a punto de cortarse. Después, regresó el eco y después todo volvió al silencio.

Bajé y rodeé la Capilla sin encontrar otra puerta más que la del atrio. Dos de las paredes tenían ventanas, pero cerradas a cal y canto, o clausuradas hacía ya años. Estaba a punto de robar una cruz del cementerio para forzar con ella la puerta de la Capilla, cuando, por el camino, apareció una vieja secándose las manos con el delantal.

- ¿Usted tañó? – me preguntó.

Respondí que sí y que venía a ver la Virgen. La vieja sonrió

- Linda la devoción de alguien tan niño –susurró mientras hurgaba en su delantal.  Encontró una llave, sacó el candado y abrió las puertas de la Capilla de par en par.

- Cuando se vaya toca de nuevo y yo vengo a cerrar – dijo, antes de dejarme solo frente a la oscuridad fresca del templo callado.

 

La Virgencita estaba al fondo, en una casulla de vidrio y palo santo. A cada costado, hileras de bancos viejos armaban un pasillo que encaminaba hacia ella a los peregrinos. Era una Virgen morena, bajita, de cara muy dulce. En los brazos tenía un Niño Dios sin corona, caído hacia atrás y desacomodado. La cabeza de la Virgen, pulcra, iba cubierta con una mantilla blanca. Esquivé un reclinatorio y me acerqué. Abrí con cuidado la casulla, que chirrió. Encasquetada sobre la mantilla, fijándola, descansaba una pequeña corona plateada. Miré hacia atrás y encontré la resolana de la siesta reflejándose sobre las baldosas rojas de la Capilla y, más allá, el campo vacío y el cementerio en silencio. Saqué la corona y la dejé a un costado. Después, lento, muy lento, corrí la mantilla.

Alguien había hecho un nudo con cordel en medio del manojo de pelo dorado. El nudo formaba la raya en el peinado de la Virgen. Cada mitad del pelo caía hacia uno de los costados, como un manto suave, que enmarcaba la cara de arcilla y se extendía sobre el vestido de tafetán celeste. Una tachuela escondida aseguraba el cabello a la cabeza de la Virgen. Acaricié dulcemente ese pelo brillante. Lo acaricié de nuevo. Sentí que iba a morir de placer. El cabello que por las noches me rodeaba, atrapándome y haciéndome gemir en sueños, ahora estaba en mis manos, para siempre.

Un ruido leve me arrancó del éxtasis. Me volví; el templo seguía vacío. Desde el púlpito, adosados a la pared, dos angelitos cachetudos me miraron con ojos ciegos. Permanecí estático. Esperé un largo minuto y el sonido no se repitió.

Habrá sido una rata, pensé y, rápido, de mi bolsillo, saqué la tijera. Corté el cabello al ras, junto al nudo y la tachuela y la Virgen quedó pelada. Volví a acomodar la mantilla sobre su cabeza. La dejé caída un poco hacia delante, para que nadie notara la falta. Después, apoyé la corona diminuta tal como la había encontrado antes de mi llegada.

Al retirarme, rocé sin querer la cabeza del Niñito Dios y la Virgen se tambaleó. Intenté sostenerla por la base del vestido. Mi mano se aferró a la tela pero debajo de ella no había más que aire. La Virgen bailó sobre sí misma, como un trompo desestabilizado y estuvo a un tris de salirse de su eje. Luego, ante mis ojos llenos de asombro, se aquietó y quedó parada. Di gracias a Dios. Con intriga, levanté el vestido celeste hasta más arriba de la cintura y pude ver que el cuerpo de la Virgen no era más que un palo clavado sobre una base de madera rústica. Arriba, el tronco se incrustaba en la cabeza de arcilla pintada y hacía las veces de cuello. Los frunces del vestido celeste imitaban una figura rolliza y maternal, disimulando con bombés de tela el pobre esqueleto.

Todavía sorprendido, dejé caer la falda y acomodé el manto. Tenía en mi bolsillo el haz de cabellos rubios y al palparlo me estremecí de placer.

Cerré la casulla, me persigné y corrí hacia afuera. Antes de montar la bicicleta hice sonar un par de veces la campana y desaparecí a toda velocidad, camino abajo. Llegué a casa a la tardecita, justo cuando mis padres empezaban a preocuparse. Esa noche, en mi cama, deslicé la mata de dorados cabellos dentro del pantalón de mi pijama. Sentí como cosquilleaba en mi entrepierna y se escurrió a mi ingle. La cara de la Virgen se dibujó en mi memoria, y con una mano repetí el gesto lento de levantarle el vestido. Entonces el pelo terminó de rodearme y me dormí así, humedecido y perfecto.

El lunes siguiente Silvina faltó a clases. Su banco, delante del mío, estaba sin ocupar cuando la señorita entró al aula, con cara apesadumbrada.

- Silvina no ha venido a la escuela –dijo– porque ayer falleció su hermanito.

El grado la miró en silencio. Yo, por mi parte, bajé la cabeza.

- No tienen porqué preocuparse –siguió la señorita. – Era un bebé y se ha ido derecho al cielo. Ahora nos mira desde allí y desde allí nos cuida.

- ¿Por qué se murió el hermanito de Silvina? –preguntó alguien, desde el fondo del aula.

- Nació muy enfermo, pero ustedes no tienen que preocuparse de nada. Ustedes son chicos sanos e inteligentes y ahora me van a mostrar los deberes que han hecho –contestó la maestra. 

- ¿Pero la Virgen no iba a salvarlo? –preguntó alguien más, también desde el fondo.

- ¿Silvina no le había llevado el pelo de regalo, para que la Virgen lo salvara? –se sumó otra voz.

La señorita, esta vez, no supo qué contestar. 

Más manos se levantaron. Todos, menos yo, tenían preguntas para hacer. La maestra respondió algunas y otras no. Al final, nos pusimos de pie, nos tomamos de las manos y rezamos un Padre Nuestro.

- Padre Nuestro que estás en los cielos –susurramos los veinte a coro. – Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo.

Cuando terminamos yo estaba llorando.

Me sequé las lágrimas en secreto, con el borde áspero del guardapolvo.

Corrí a casa ni bien arriaron la bandera y la señorita directora nos dejó partir. Había escondido el pelo de la Virgen en el fondo de mi mesa de luz, envuelto en una bolsa de nylon. Agarré el atado y lo puse en mi mochila. Pedaleé a toda velocidad hasta llegar a la plaza. La Iglesia tenía las puertas entreabiertas. Me metí en silencio y caminé entre los bancos, rumbo al Sagrario, donde una lamparita eléctrica con forma de cirio titilaba continuamente. A un costado, en un altar lateral, había una Virgen de manto blanco y dorado. Dejé a sus pies, entre cabitos de velas y un ramillete de flores plásticas, la bolsa de pelo.

 El sol quemaba cuando salí de la Iglesia y su resplandor me encegueció por un momento. El pueblo emergía de la siesta. Una procesión de autos se organizó frente a la Pompa Fúnebre, del otro lado de la plaza desierta. La encabezaba un coche largo que cargaba el cajoncito blanco rodeado de coronas y palmas. Detrás, en otro auto negro, iban los padres de Silvina y una de sus abuelas. Más autos, camionetas y un Rastrojero los seguían en fila india. La caravana rodeó la plaza lentamente. Al pasar frente a mí, pude entrever, detrás del vidrio del segundo de los coches, la cara de Silvina, desfigurada por el llanto.

No supe qué hacer y levanté la mano para saludarla.

Ella no me vio y el cortejo siguió de largo, metódico y silencioso, camino al cementerio.

 

 

 

Arte: Nicolás Mastracchio, Cold Blood, 2006.

Letras: Federico Falco. "El pelo de la Virgen". Publicado en la colección Simples, Editorial Tamarisco. Buenos Aires, 2007.

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