Ayer llegué a la oficina y encontré sobre mi escritorio un bolígrafo blanco rematado con el diseño de una pelota de futbol de rombos blancos y negros, obsequio promocional de una firma de auditores. No cabe duda: el Mundial está cada vez más cerca.
La enorme maquinaria de publicidad que recomienda una dieta de gaseosas, pizza, dulces y cerveza para conseguir la condición física y la figura de un atleta de veintitantos años que entrena a doble jornada todos los días ya está en marcha desde hace semanas, y nadie parece interesado en escapar de ella.
Toda la parafernalia publicitaria alrededor del Mundial construye relatos épicos sobre héroes siempre triunfantes y poderosos. Esta lógica intenta ignorar que el futbol, como cualquier cosa que hacemos hombres y mujeres en este planeta, se compone de historias personales que conjugan alegrías, viejas glorias y tristezas en igual medida que amores, desvelos, angustias y rabias.
Esas historias se hacen en la cancha y sus alrededores. Por excepción suelen construirse también en el bar o alrededor de la tele, pero suenan menos a arrabal y a leyenda que las que suceden, por ejemplo, la mañana de los sábados en un campeonato de esos que tienen partidos como contadores versus ingenieros o abogados contra economistas.
En mis audífonos escucho Promised Land, de los Ugly Kings. Empiezo a correr alrededor de la cancha casi al mismo tiempo que el partido empieza y me cuenta sus historias paralelas.
Don Diego debe de tener cerca de 60 años. Viste un uniforme verde de alguien seguramente mucho más grande. La gorra, los guantes y los grandes lentes le daban un aspecto similar al de un piloto de un biplano de la primera guerra mundial antes que el de quien se coloca bajo los tres palos de un equipo en un campeonato aficionado que tiene árbitros, calendario y carnets de cancha. Pero no había nadie más para completar el once. Y él dio el paso adelante.
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La primera pelota que llegó al arco entró directo a las redes, lentamente, pasando entre las piernas del arquero. La segunda también encontró igual destino mientras él trataba de rechazarla. Después de eso, la defensa se cerró para evitar cualquier otro tiro al arco, hasta que al inicio del segundo período alguien más llegó para reemplazar a don Diego.
Y el partido eventualmente terminó en un empate a dos, con don Diego alentando en la orilla de la cancha con el alma en un hilo. Tal vez esa era la misma sensación que tenía Sampaoli el otro día cuando Dany Arzúa, un periodista en una silla de ruedas, le regaló una camiseta de Oktubre, disco mítico de los Redonditos de Ricota. Oktubre tiene un significado especial: se lanzó en 1986, la última vez que Argentina fue campeón del mundo. Y la petición es que Sampaoli la use en la rueda de prensa si gana el Mundial. El DT argentino aceptó inmediatamente, ya que es un fanático de los Redonditos.
Ji ji ji, el sonido mítico de los Redonditos de Ricota en Oktubre, como música de fondo.
El futbol es eso. No los reclamos mercantiles alrededor. No son los millones que ganan los jugadores y los impuestos que evaden. El futbol es, por citar ejemplos, la cábala en una camiseta mítica, el atreverse a entrar al arco cuando no hay nadie más para completar el once. El futbol es también el grupo de Facebook Kyiv FREE Couch for Football Fans 26/05/18, respuesta espontánea de quienes ofrecen alojar en sus sofás a hinchas del Madrid o del Liverpool en Kiev luego de que los hoteles se pusieran a precios inalcanzables y abusivos.
Y el futbol puede ser también algún ojo morado y una nariz rota. Suele pasar en el camino y lo sé por experiencia propia. Esa será otra maquila.
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