También es morir un poco en ese lapso, arrancarse los pellejos de los dedos, que se descascaran y desangran. Es darle la vuelta al celular, dilapidarlo del otro lado de la cama para disminuir falsamente la angustia. Es recurrir a otros amores, a aquellos que creíamos sepultados, olvidados, sumergidos. Es tener todo calculado, reusado, ensayado.
El problema con todo esto es que al decirlo ya se le está dando un carácter de adorno. Se le da perfume y, en lugar de exorcizarlo, como se debería, solamente se le echa condimentos al pedazo fétido que yace en nuestro plato, que sabrosamente devoramos con mayor justificación, con mayor conciencia, y el juego sigue siendo como el famoso eterno retorno. El juego se reinventa cada vez que se habla de él. Porque parte esencial del juego es su capacidad de resiliencia y de adoptar formas sutiles para mantenerse vivo y aparentar que muere en las letras para adaptarse a cualquier situación y ser como las cucarachas, que viven tanto que logran enterrar a los humanos.
El juego es querer cuando no se quiere y no querer cuando se quiere. Es activar esa voz que se transforma en un tono agudo de dolor y que se alimenta de la necesidad de poder, de control, de agonía. Es ese frío que se va irradiando por el cuerpo, la ansiedad, que sin embargo se siente como vergüenza porque, acostumbrados a no sentir, ni siquiera diferenciamos las sensaciones.
El juego es enganchar, dar dosis de mierda o de amor, racionadas, siempre. Y a veces ni es amor puro, sino deseos fantasiosos, caprichos o paliación de desventuras. Es una cuestión de años, de décadas, posiblemente para siempre. Es un riesgo que corremos, que estamos dispuestos a correr con tal de no sufrir las pérdidas momentáneas. Ponderamos de mejor manera lo inmediato que el largo plazo. Creemos que esta vez la cosa será distinta. Olvidamos las experiencias pasadas. Creemos ficticiamente en el encanto a primera vista y ansiamos una narración imposible, de novela, de la mejor novela del siglo XXI, con lo cual sacrificamos la paz y el sueño. Aunque lo único seguro es que la codependencia es la pandemia de este siglo.
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Jugar también es no jugar. Yo ya sé que no me quiero morir jugando el juego. Dormirme llorando, adormecerme con alcohol, marihuana o pastillas. Yo no me quiero morir jugando el juego, pero a veces me siento en el borde del resbaladero y solo me dejo caer a ese suelo empolvado que parece amor, pero que no lo es. Hay que tomar el riesgo, me digo. Hay que darse una oportunidad, repito. Entonces esos ojos me ven de vuelta, me dicen que no están listos, que están vacíos, que no pueden. ¡Pero querer es poder!, les digo a esos ojos con insistencia. ¡Si vos querés, podés! Y lloro y me emberrincho. Los ojos se cansan, me ignoran, me abandonan.
El juego es la nueva forma de amor, pero la misma enfermedad, la misma compulsión, la misma adicción. Es la misma rapidez de la locura. El juego no es amor. El juego es la enfermedad del amor.
Soltar es el antídoto, pues no controlamos a nadie. Solo está la libertad y es lo que ansiamos al final. Que el pecho sea robusto, que esté inflado. Que nada nos altere ni esos pequeños dolores en la barriga cuando no se puede completar el berrinche. Me rindo hoy frente a mí y frente a vos y pido solamente que se me arranque esa obsesión, esa maldita manía de querer meter mis manos en cada molécula de los pensamientos de otros, sobre todo de quien quiero para mí. No conozco otra forma de interactuar. El juego ha sido mi vida romántica.
Para tener algo, primero hay que renunciar a ello. Para amar y ser amado, primero hay que aceptar la soledad y que nada es para siempre. Acostarse en la grama, cerrar los ojos, ver la existencia así, como una gran alucinación, y notar despacio cómo se va derritiendo el juego frente a nuestra sanidad.
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