Los antiguos mensajes en botella adquieren ahora la forma de tráficos virtuales en parcelas de segundos, y la soledad de la espera por saberse recordado se diluye en fragmentos de un tiempo medido a velocidades mensurables en prefijos. En razón de esta hiperreal globalidad, celebro que hayamos elegido en insolencia un modo de comunicarnos con el cual conjurar (al menos en voluntad) las rutinas y tensiones del vértigo insensato con el que transitan estos tiempos. Así que para honrar mi promesa de contacto, noblesse oblige, correspondo a tu misiva con unos párrafos que quieren ser locutorio y corte de caja de correrías y visiones en tierra de rascacielos. ¿Complicidad para contigo? ¡Desde luego! Pero también una especie de catarsis, que a eso me ha llevado estar inmerso entre estados de gracia y de desgracia en una ciudad que se concibe a sí misma como una inmensa tentación: una gran manzana.
Vamos, entonces, a intentar desovillar la madeja de este hilo comunicativo interisleño: tú en el caribeño Puerto Príncipe, y yo en la Ciudad de Nueva York, que hinca, como sabes, su epicentro en la isla de Manhattan. Y desde este ámbito insular he leído, con simpatía de consocio en nomadismo, que llevas casi doce meses de haberte afincado en Haití, ese país de ánima fiera con frontera en la mitad más arcana de la isla La Española. Has elegido, pues —y dicho desde el consumo—, el menos cómodo de los mundos posibles; y a mí no me compete sino admirar tu diligencia y tu coraje en la misma medida en que acepto mi imposibilidad de figurarme el Paraíso entre las ruinas. Pero esa imposibilidad es un problema; o, mejor, es un problema muy mío: ocurre que a mis treinta y dos he perdido ya la capacidad de imaginar claves de sol fuera de la órbita de algunas pocas sinfonías.
Habito en un quinto piso sobre la calle 121, a cien metros de la avenida Ámsterdam y a medio kilómetro del histórico Harlem, tan lleno de grandeza y desventura. Desde este quinto piso, ventana de por medio, contemplo un fragmento millonésimo de mundo que me invita a abandonarlo y a ser parte de él de manera simultánea. La esquizofrenia es un rasgo neoyorquino, y en tal sentido me siento ya un oriundo de este islote de edificios e inmodestia. Tres años cuento de morar en esta cuadratura, rodeado de sueños incumplidos y deseos insatisfechos, pero aún con la esperanza viva de triunfar y comerme esta metrópoli a mordiscos como guillotinas. Llegué aquí, lo sabes, con el propósito de doctorarme en literatura después de haber sido aceptado por una prestigiosa y oscarizada casa de estudios superiores. Y ese sigue siendo mi proyecto, que no concluirá sino hasta dentro de dos años, cuando presente una tesis que tendrá mucho de excedente y poco de cerebral, según el espejo cóncavo con que escriba mis ocurrencias… Estoy, pues, condenado a un destino que me ata al pensamiento, al negocio del pensamiento, y al reciclaje del pensamiento.
Clichés aparte, al principio no fue sencillo. Esta es una ciudad a donde se viene a competir; y yo, que vengo de un país como Guatemala, donde la competencia es redundante si has tenido una educación de cierto postín, no estaba acostumbrado a callar cuando debía decir, ni a atender cuando deseaba opinar. Recuerdo aquellos intervalos en que me sentía como un imbécil en compañía de estudiantes ya doctores, o que tenían los pies más asentados que yo en los cimientos de la academia. El elitismo cultural y la arrogancia instruida son la regla en este ecosistema, y al pobre diablo de mí no le quedó más remedio que optar por uno de los caminos de esta disyuntiva: o marcaba territorio y reclamaba mi espacio como estudioso en formación, o me dejaba humillar por la crueldad pseudoerudita de los esnobistas de tiempo completo. Me incliné por lo primero, y el resultado fue, quiero creerlo, un respeto ganado a base de argumentaciones razonadas e intervenciones intelectualmente oportunas. El envés: acabé siendo devorado por esta etología, y me convertí —me temo— en aquello que detestaba cuando asumí también yo la pose del letrado petulante. ¿Mecanismo de defensa? Quizás. Lo cierto es que, a contrapelo de Nietzsche y a pesar de mí mismo, he levantado una tienda en el desierto de Filistia.
Difícil no sucumbir al impulso de construirse un contrafuerte con el que salir a la calle, todos los días, en una urbe donde todos quieren pronunciar la línea más aguda o la sutileza más penetrante. El esprit francés de la corte de los Luises cotiza muy bien en las aulas posmodernas de Nueva York, lo mismo que en sus tabernas. Y la ansiedad de no estar a la altura de los sarcasmos y los ingenios ajenos puede conducirte a la consulta del psiquiatra, que ya es costumbre en una ciudad como esta. Pero esa es otra discusión, y no quiero agobiarte con extensiones de mi frustración. Quedo a la espera de tus líneas, y me despido con un abrazo interatlántico.
¡A tu salud!
Ramón
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