Ir

Dos Erres: El largo camino a la justicia (II)

“Él llegó a asesinar a mi familia”, dijo Salomé Armando señalándolo. En el rostro de Pimentel Ríos se dibujó un rictus sarcástico. Tranquilamente, destapó una botella de Gatorade y bebió.
“No habían tenido batalla, ni heridos, ni bajas, ni guerrilleros, ni armas, ni propaganda. Sólo civiles muertos. El enemigo no era nadie, pero podía estar en todas partes: un anciano, un niño, una mujer embarazada. Todos podían matarlos. Por eso es que ellos los habían matado a todos, sin importar quienes fueran todos”, Manolo Vela Castañeda.
Tipo de Nota: 
Información

Dos Erres: El largo camino a la justicia (II)

Historia completa Temas clave

Dos Erres era un lugar tranquilo, casi idílico, pero la sombra de la guerra acechaba como un ave de mal agüero. El 7 de diciembre de 1980 su historia cambió. Los sobrevivientes de la masacre guardaron silencio por mucho tiempo. Pero llegó el momento en que los huesos amontonados en un pozo vieron la luz y los testigos decidieron hablar. Aquí la segunda parte de la crónica de una de las masacres más sangrientas de la historia reciente de Guatemala.

XIII

“Memoria. Verdad. Justicia”. Son las palabras que se leen en una gran pancarta que carga un grupo de hombres y mujeres, retratados sobre un fondo de color azul celeste, en un mural que enmarca la puerta de la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos de Guatemala (Famdegua), ubicada en la zona 2.

Quienes sobrevivieron a la masacre de Dos Erres afirman que sin el apoyo constante de Aura Elena Farfán, quien dirige esta asociación, los hechos del 7 de diciembre de 1982 hubieran quedado impunes.

Mientras la espero, sentada en una pequeña salita, mis ojos se detienen en cada uno de los rostros, fotografiados en blanco y negro, que cuelgan en la pared en marcos idénticos. Bajo cada retrato está el nombre de la persona y la fecha de su desaparición, hechos ocurridos, en su mayoría, entre 1981 y 1984.

Sólo hay una fecha que no encaja con las demás: la de Tzulma Vásquez, de 25 años, desaparecida el 16 de mayo de 2006.

Ese día, su novio, José David Mejía, un supuesto comerciante de vehículos usados, fue a recogerla en su casa en Mixco. Cuando la pareja fue interceptada en el Bulevar El Naranjo, Tzulma llamó a su padre, Carlos Vásquez. No contestó la llamada pero en su buzón de voz quedó grabado el momento en que les exigían los documentos del vehículo y su novio imploraba que no la golpearan. Siete meses después, los cadáveres de la pareja aparecieron en un cañaveral en Escuintla.

La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) investiga el caso ya que existen fuertes indicios de que estos asesinatos fueron cometidos por agentes de la Policía Nacional Civil.

Esto ocurrió hace apenas seis años, bajo el gobierno de Óscar Berger, durante el cual salió a luz la existencia de aparatos clandestinos que realizaban operaciones de limpieza social desde el Ministerio de Gobernación. La foto de Tzulma recuerda que en Guatemala el terror no acabó con la firma de la paz.

Después de unos diez minutos llega Farfán, una mujer de cabello corto y un rostro moreno, surcado de arrugas, y asiente con la cabeza cuando le pregunto si Rubén Amílcar Farfán, un hombre joven que también forma parte de esta galería interminable de desaparecidos, es su hermano.

Rubén Amílcar Farfán, cursaba el último semestre de la carrera de Literatura en la Universidad de San Carlos y era integrante del Partido de Trabajo (PT) durante una época en la que sersancarlista y simpatizante de un partido de izquierda era motivo suficiente para que un joven pudiera salir de su casa a las seis de la mañana, con los libros bajo el brazo, y no regresar jamás.

Aura Elena Farfán trabajaba como enfermera en el Hospital Roosevelt cuando a las 10 de la mañana se escucharon sirenas en la calle. “Parece que hay problemas en la universidad”, le dijo un médico que escuchaba la radio. En la noche, cuatro desconocidos tocaron a su puerta y le dijeron que su hermano había sido secuestrado dentro del campus universitario e introducido a la fuerza en un vehículo.

Su familia tuvo que recorrer las morgues de la ciudad, donde yacían cientos de cadáveres de hombres y mujeres que habían aparecido, mutilados y con señales de tortura, en basureros, barrancos y a la orilla de la carretera.

Durante sus innumerables viajes al Ministerio Público para interponer recursos de exhibición personal a favor de Rubén Amílcar, desaparecido el 15 de mayo de 1984, Farfán comenzó a familiarizarse con los rostros de otras mujeres que llegaban cada día, igual que ella, para exigir que las autoridades les dijeran a dónde habían ido a parar sus seres queridos.

Entre ellas se encontraban Emilia García, madre del sindicalista Fernando García, desaparecido en febrero de 1984, Catalina Ferrer, quien buscaba a su esposo, el estudiante de derecho Hugo de León Palacios, y Raquel Linares, madre del líder estudiantil Sergio Linares.

Éste último fue identificado entre las víctimas halladas en un cementerio clandestino en el antiguo destacamento militar de San Juan Comalapa, Chimaltenango, en diciembre de 2011. En octubre de 2010, los dos policías que capturaron a Fernando García fueron sentenciados a 40 años de prisión. Pero Rubén Amílcar Farfán sigue desaparecido y su madre, de 95 años, aún se aferra a la esperanza de que un día regrese a casa.

Aura Elena Farfán y las demás mujeres que exigían justiciadurante los años 80, se dieron cuenta de que unidas, podían presionar al gobierno militar para que les dijera dónde estaban sus seres queridos y así fue como comenzaron a surgir organizaciones de derechos humanos como el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), y Famdegua, asociación que Farfán todavía dirige.

El 4 de abril de 1985, aparecieron los cadáveres de Rosario Cuevas, una de las fundadoras del GAM, su hijo, Augusto Rafael, de tres años, y su hermano Maynor René, de 21 años, en la carretera que conduce de Boca del Monte a Villa Canales.

Todos habían sido salvajemente torturados, especialmente el niño, a quien le habían arrancado las uñas. Ese fue el precio que Rosario pagó por exigir saber dónde estaba su esposo, el estudiante Carlos Rafael Cuevas Molinas, quien desapareció en mayo de 1984. Tras el asesinato de Rosario, La dirigente de Famdegua tuvo que dejar a sus tres hijos para exiliarse en Los Ángeles, Estados Unidos, pero decidió regresar a Guatemala después de cinco meses, a pesar del peligro que corría.

Durante los 28 años que ha dedicado a la búsqueda incansable de los desaparecidos, las amenazas jamás la han hecho desistir. Aura Elena Farfán es una mujer de voz suave y palabras mesuradas, pero evidentemente tenaz y luchadora.

XIV

La iglesia católica en La Libertad era el único lugar donde los sobrevivientes de la masacre de Dos Erres creían que podían deshacerse del dolor que venían cargando a cuestas desde que el ejército destrozó sus vidas en mil pedazos con los golpes de una almágana, explica Farfán.

Dos sacerdotes que escucharon su historia y en 1994, doce años después de la masacre, fueron a Dos Erres. En la Aguada y Los Salazares encontraron osamentas a flor de tierra y supieron de inmediato que los sucesos que los campesinos les habían narrado no eran un simple rumor.

Avisaron a la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG), pero ésta no realizaba exhumaciones. Famdegua decidió tomar el caso y le pidió apoyo a la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), organización creada dos años antes por un equipo de jóvenes arqueólogos de la USAC.

Pero en esos días la FAFG contaba con pocos recursos y no se daba abasto con tantas exhumaciones de manera que Farfán solicitó el apoyo del Equipo Argentino de Antropología Forense.

Patricia Bernardi, Silvana Turner y Darío Olmo integraban el equipo que llegó a Dos Erres a mediados de 1994, acompañados de Farfán, del fiscal del Ministerio Público de San Benito, Petén, y del juez de paz local, cuya presencia era necesaria para validar legalmente los hallazgos.

No fue difícil ubicar el pozo ya que la estaca de guarumo que Saúl Arévalo había clavado, cuando se sentó a la orilla a llorar en silencio la muerte de su padre, había retoñado y se había convertido en un árbol grande y frondoso, alimentándose de los restos de los hombres, mujeres y niños que ahí yacían.

Cuando alcanzaron los dos metros de profundidad aún no habían hallado nada y el fiscal dijo que se iba porque ahí lo más que encontrarían eran huesos de chucho. Pero el juez de paz se quedó y al mediodía apareció una camisa infantil que contenía un pequeño esqueleto.

A los ocho metros aparecieron 10 osamentas masculinas pero fue necesario detener la labor porque el suelo estaba saturado de lluvia y las paredes del pozo amenazaban con derrumbarse y dejar soterrados a los tres antropólogos y a los campesinos que los ayudaban. No fue posible reanudar el trabajo hasta el año siguiente y para el mes de junio habían aparecido 162 osamentas.

Patricia Bernardi tenía una vasta experiencia en la exhumación de los restos que había dejado la ola de torturas, masacres y desapariciones que vivió América Latina durante gran parte de la Guerra Fría. Había exhumado los restos de los desaparecidos que dejaron las dictaduras de Argentina y Chile, además de las 900 víctimas de la masacre de El Mozote cometida por el ejército salvadoreño en 1981. Pero afirma que Dos Erres dejó una huella indeleble en su mente debido a la gran cantidad de niños que fueron encontrados en las profundidades del pozo Arévalo.

En el lugar se encontraron 162 osamentas: 64 hombres, 24 mujeres, y 74 niños, sin contar los minúsculos esqueletos de dos fetos a los que les fue arrancada la vida en el vientre de sus madres antes de que pudieran lanzar su primer llanto. Con ellos había muerto el futuro de Dos Erres.

Las raíces del guarumo se habían incrustado en algunos de los huesos; otros se desmoronaban al tacto porque los habían roído los jejenes y las osamentas infantiles eran frágiles por naturaleza, “como cascaritas de huevo”, recuerda Bernardi. En la mezcla de fémures, tibias, cráneos y minúsculos fragmentos óseos era sumamente complejo armar esqueletos completos.

La edad aproximada de las víctimas se determinaba en base al desarrollo dental, mientras que la vestimenta era la mejor pista para establecer el sexo. Veinte de las osamentas habían sufrido un impacto de bala y en el pozo fueron hallados 22 fragmentos de arma de fuego. Del pozo también se extrajeron enseres domésticos, juguetes, anteojos, sombreros y un calendario de bolsillo de 1982: el año en que la vida en Dos Erres se detuvo con el golpe de una almádena, un mazo de hierro que se utiliza para picar piedras, la cual también apareció entre los cadáveres.

En La Aguada y Los Salazares se encontraron más osamentas, sumando un total de 201 víctimas. Los restos con sus vestimentas fueron llevados al salón municipal de Las Cruces, pero nadie se atrevió a acercarse para reconocerlos. Durante los días siguientes comenzaron a aparecer veladoras y tributos florales depositados por familiares que habían llegado en el silencio de la noche, temerosos de ser interceptados por ese ojo omnipresente que todo lo ve.

XV

Como fue tan difícil romper la barrera del silencio y lograr que los sobrevivientes hablaran sobre la masacre, la líder de Famdegua tuvo que buscar otros caminos que la condujeran a la verdad. Poco tiempo después de la exhumación, alguien le contó que un ex soldado que vivía a unas horas de Las Cruces estaba dispuesto a hablar.

Algunos integrantes de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (Minugua), entidad que acompañó la firma de la paz en Guatemala y permaneció en el país hasta 2004, la siguieron a la distancia debido a los riesgos que suponía investigar el caso.

Así fue como Aura Elena Farfán encontró a un kaibil que narró en detalle cómo el terror había llegado a las Dos Erres en la madrugada del 7 de diciembre de 1982. Cada vez que ese hombre veía a sus niños jugando en el patio se sentía atormentado por el recuerdo de aquellos que había lanzado al pozo y confesar lo que había hecho fue el comienzo de una catarsis.

Varios ex soldados contaron su historia, de los cuales dos estuvieron dispuestos a declarar ante un tribunal en contra de sus compañeros: el sub instructor César Franco Ibáñez, César García Tobar y el cocinero Fabio Pinzón Jerez.

Éste último era un kaibil “asimilado”, es decir, era un soldado que había fracasado durante los 60 días de entrenamiento durante los cuales su cuerpo y su mente fueron sometidos a pruebas de resistencia extrema y se había ganado la boina sometiéndose a tratos degradantes por parte de sus compañeros e instructores. Logró ingresar a la patrulla kaibil pero ocupaba el puesto más bajo y era objeto de repudio y vejaciones constantes.

No se sabe si fue el resentimiento que albergaba contra esa tropa, conocida dentro del mismo ejército como los destazadores ,o el hecho de que en el campo de entrenamiento El Infierno nunca lograron despojarlo completamente de su humanidad lo que lo motivó a hablar, pero lo cierto es que sin los testimonios de los tres kaibiles muy probable de que el caso jamás hubiera podido llegar a los tribunales.

Los ex soldados testificaron como prueba anticipada, proporcionando los nombres de todos los integrantes de la patrulla, se acogieron al programa de testigos protegidos del Ministerio Público, empacaron sus pertenencias y se fueron al Distrito Federal, México, donde hasta la fecha viven y trabajan.

Gracias a sus testimonios, un juez de Poptún, Petén, emitió 17 órdenes de captura contra integrantes de la patrulla kaibil, pero ninguno fue aprehendido. Famdegua exigió que el caso se trasladara de la fiscalía de La Libertad a la Fiscalía de Derechos Humanos en Guatemala, lo cual finalmente se cumplió, pero Francisco Palomo, abogado defensor de los sindicados, quien actualmente defiende a Efraín Ríos Montt, acusado de genocidio, interpuso no menos de 40 recursos de amparo con los cuales se pretendía que los acusados pudieran acogerse a la Ley de Amnistía decretada en 1986, bajo el gobierno de facto de Óscar Mejía Víctores.

Los militares acusados de violaciones de derechos humanos –incluyendo Ríos Montt– han intentado, en repetidas ocasiones, acogerse a la Ley de Amnistía, algo que ha sido declarado sin lugar ya que la Ley de Reconciliación Nacional de 1996 estipula que toda aquella persona sindicada de cometer actos de tortura, genocidio o desaparición forzada no tiene derecho a amnistía.

En septiembre de 1996, la ODHAG, Famdegua y el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) llevaron el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y en abril del 2000 se llegó a una solución amistosa en la cual el Estado se comprometió a indemnizar a las víctimas e investigar el caso.

En diciembre de 2001, el presidente Alfonso Portillo pidió perdón por la masacre en nombre del Estado, el cual le otorgó a 176 familiares de las víctimas un resarcimiento de Q14.5 millones. Sin embargo, no se indemnizó a las personas que habían perdido niños durante la masacre y la investigación del caso siguió engavetada, motivo por el cual, en 2006, los representantes de las víctimas se sustrajeron del acuerdo amistoso y se avocaron de nuevo a la CIDH.Como dijo Edgar Pérez Archila, abogado de Famdegua, que ha actuado como querellante adhesivo en el caso de Dos Erres, “el Estado pensó que con el resarcimiento podía comprarles sus muertos y que se olvidaran de hacer justicia”.

Dos años después, el Fiscal General Juan Luis Florido, presentó su renuncia a petición del presidente Álvaro Colom en el contexto de fuertes presiones por parte de la CICIG y de organizaciones de la sociedad civil que lo señalaban de obstruir las investigaciones.

Florido fue relevado por Amílcar Velásquez de Zárate, quien ordenó que se priorizaran casos paradigmáticos entre ellos el genocidio perpetrado contra el pueblo maya Ixil bajo la dictadura de Ríos Montt, la masacre de Dos Erres, la masacre de Plan de Sánchez, cometida en Baja Verapaz en 1982.

Bajo su administración el Ministerio Público también suscribió un convenio con la FAFG para que ésta asumiera la realización de los peritajes forenses en los casos relacionados con el conflicto armado.

Pérez Archila explica que si bien la salida de Florido fue importante, se produjo una serie de cambios a lo interno del Organismo Judicial que hicieron posible que el caso avanzara.

“Con la llegada de Velásquez Zarate hubo una pequeña apertura y apoyo a los fiscales que durante años habían acompañado estos casos pero no fue solo eso; hubo un conjunto de elementos que convergieron, entre ellos el ingreso de una nueva Corte Suprema de Justicia, en 2009, que a través de la Cámara Penal impulsó el respeto irrestricto de las garantías fundamentales de derechos humanos y las obligaciones internacionales del Estado de Guatemala en materia de derechos humanos. La Cámara Penal creó y propuso reformas al código procesal como el establecimiento de la tutela efectiva, la figura del colaborador eficaz, y reformas sobre la participación de los agraviados y víctimas dentro del proceso”, afirma el jurista Pérez Archila.

En noviembre de 2009, se emitió el dictamen de la CIDH, según el cual, el Estado debía resarcir nuevamente a las víctimas por un total de US$3.2 millones, incluyendo a los familiares de los niños asesinados y acelerar la investigación del caso.

Claudia Paz y Paz, quien sustituyó a Zárate en diciembre de 2010, reorganizó la Fiscalía de los Derechos Humanos y le agregó una nueva agencia, de manera que la enorme y oxidada rueda de la justicia finalmente comenzó a girar de manera que las ordenes de captura contra los integrantes de la patrulla kaibil pudieran hacerse efectivas.

XVI

Jorge Vinicio Orantes Sosa creía que había encontrado un lugar seguro en casa de unos familiares en la parte sur de la pequeña ciudad canadiense de Lethbridge, en la provincia de Alberta, cuando el nombre Dos Erres lo alcanzó después de 29 años.

En mayo de 2010 había huido de su casa en Riverside, California, donde trabajaba como instructor de artes marciales, y se había dirigido a México, desde donde abordó un vuelo comercial a Vancouver. De allí emprendió el viaje a Lethbridge, donde pensó que podía pasar desapercibido si lograba mantener un perfil bajo.

Pero los agentes de la Unidad Contra Violadores a los Derechos Humanos y Criminales de Guerra del Departamento de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos que tocaron a la puerta el 18 de enero de 2011 pusieron fin a sus casi tres décadas de fuga y lo transportaron de nuevo a la remota aldea donde la muerte había arribado a las tres de la madrugada con tolvas, granadas y fusiles de asalto.

Dos días después, con cadenas en las manos y pies y escoltado por tres oficiales de seguridad, compareció, el 20 de enero de 2011, en la audiencia de extradición en Calgary, Canadá.

Orantes Sosa tenía las ciudadanías canadiense y estadounidense y actualmente enfrenta cargos en Estados Unidos por haber mentido para obtener la ciudadanía al haber respondido “no” a dos preguntas: si había estado acusado de violaciones a los derechos humanos en su país de origen y si había prestado servicio militar.

Otros dos ex subinstructoreskaibiles fueron detenidos el mismo día que Orantes Sosa: Gilberto Jordán y Pedro Pimentel Ríos.

Jordán, quien había trabajado en California como cocinero desde 1990, fue encontrado culpable por un tribunal de Florida de mentir en su solicitud para obtener la ciudadanía estadounidense y actualmente cumple una condena de 10 años de cárcel.

Pimentel Ríos llevaba casi 20 años de vivir ilegalmente en Estados Unidos, donde trabajaba en una maquila textil en Santa Ana, California.

El gobierno guatemalteco ha solicitado la extradición de los tres ex kaibiles, pero antes de que puedan regresar a su país de origen, Orantes Sosa deberá enfrentar cargos por quebrantar la legislación migratoria estadounidense y Jordán deberá purgar su condena en la cárcel de Florida donde permanece recluido.

XVII

Petronila López Méndez observaba atentamente al hombre que 29 años atrás le había confesado que su esposo y dos hijos habían sido asesinados por “una comisión maldita que vino una parte del Quiché y otra parte de La Pólvora”.

Ya no era un joven fanfarrón de 23 años que había tratado de confundir deliberadamente a las mujeres de Las Cruces contándoles diferentes versiones de lo que había ocurrido en Dos Erres. Era un hombre achaparrado, de 52 años, que caminaba con las manos esposadas hacia la puerta de la sala, seguido por un guardia penitenciario que lo conducía al sanitario.

Sin el uniforme verde oliva que le había conferido el poder de decidir los destinos de la gente y ataviado con un traje negro y camisa amarilla, tenía un aspecto ordinario. Era un hombre común y corriente que trataba de ocultar el miedo.

Carías reconoció a Petronila, la mujer cuya mirada intensa había traspasado el muro de engaños detrás del cual se había parapetado y derramado lágrimas cuando admitió que el ejército había aniquilado a los habitantes de Dos Erres. Al pasar junto a ella le dijo: “Mire, ustedes me conocen. La masacre fue la masacre y mi persona es mi persona”, como el tono de quien busca justificarse y pedir clemencia.

Pero con la misma fuerza con que había mirado a Carías a los ojos y le había insistido “con sus pantalones de hombre, dígame la verdad”, Petronila no vaciló a la hora de narrar ante los jueces cómo el jefe del destacamento de Las Cruces había tratado de ocultar la verdad, había saqueado los hogares de los muertos y había vendido sus pertenencias.

“Cuando fui a declarar contra Carías me conmovió porque me acordé de todo lo que sufrí. Sufrí a boca cerrada”, dijo después del juicio, sentada en el patio de Ricardo Martínez, en Las Cruces,el hombre que había recibido la siniestra advertencia de que el ejército iba a arrasar con la aldea.

En base a los testimonios de mujeres como Petronila, que habían llegado una y otra vez al destacamento a exigir que les dijeran qué había pasado con sus esposos, hijos y hermanos, el 2 de agosto de 2011, la juez Iris Jazmín Barrios determinó que Carías había suministrado a sus superiores jerárquicos la inteligencia necesaria para cometer la masacre, había ordenado a los soldados y patrulleros que vigilaran el acceso a Dos Erres para impedir que nadie pudiera auxiliar a los parcelarios y luego había tratado de borrar la evidencia prendiéndole fuego a la aldea.
Carías había sido arrestado el 9 de febrero de 2010 junto con tres ex soldados: Daniel Martínez Hernández, Reyes CollinGualip, y Manuel Pop Sun, quienes tenían, respectivamente 23, 24 y 28 años cuando integraban la patrulla kaibil que cometió la masacre de Dos Erres.

En marzo de este año, la juez Barrios presidió el juicio contra los cinco implicados en la masacre de Plan de Sánchez, ocurrida en Baja Verapaz, en 1982.En septiembre de 2010 también presidió el juicio contra 14 integrantes de la banda criminal los Zetas, quienes fueron condenados a 313 años de cárcel por su participación en el asesinato de 11 presuntos narcotraficantes en Zacapa, en marzo de 2008.

CollinGualip era el único que seguía siendo miembro del ejército, pero no como kaibil, en el momento de su detención, devengando un salario de Q6, 500 mensuales.

Los tres testigos protegidos, el subinstructor César García Tobar, Fabio Pinzón Jerez, y el cocinero César Franco Ibáñez, prestaron su declaración a través de una videoconferencia desde México, país donde han vivido desde que rindieron testimonio anticipado en contra de sus compañeros, a mediados de los años 90. Ellos participaron en la masacre pero narraron los hechos en tercera persona como si únicamente hubieran sido observadores.

César Franco Ibáñez dijo que había visto a los tres soldados junto al pozo, golpeando a hombres y mujeres y niños al pozo antes de arrojar sus cuerpos al interior del mismo como si fueran sacos de basura.

Favio Pinzón Jerez, describió a Manuel Pop Sun como “un hombre muy violento” que había lanzado al pozo a un niño que lloraba y recordó como horas antes lo había visto arrastrando a una mujer al matorral para violarla.

Los tres kaibiles fueron condenados a 6,060 años de prisión por asesinato y delitos contra deberes de humanidad, mientras que a Carías se le agregaron seis años más por el delito de hurto agravado.

XVIII

Febrero de 2011. Ha transcurrido un año desde el juicio de Carlos Carías y los soldados kaibiles Daniel Martínez Hernández, Reyes Collin Gualip, y Manuel Pop Sun fueran condenados.

Por unos instantes, Irma Valdéz dejó de mirar a María Juliana Hernández Morán de jueza a testigo y la miró de mujer a mujer.

Le había leído una larga frase con la cual le preguntaba, con un indescifrable léxico legal si era consciente del hecho de que cualquiera que dé falso testimonio ante la corte puede incurrir en una pena de cárcel, pero la anciana no sabía que tenía que aceptar las condiciones a viva voz antes de proceder a dar su declaración y había permanecido de pie, con la mano alzada y asintiendo con la cabeza.

La jueza, con una voz suave como una caricia, le repitió la pregunta, esta vez, con palabras sencillas: “Doña Juliana. En la corte usted no puede decir mentiras porque si dice mentiras puede enfrentar una condena de cárcel. ¿Puede decir, en voz alta, si usted entiende eso?”.

Como una colegiala asustada, María Juliana respondió: “Sí seño, yo no le voy a decir mentiras seño, todo lo que le voy a contar es la verdad”.

La juez quedó satisfecha, le dijo que podía sentarse y le pidió a un secretario del Organismo Judicial que ayudara a María Juliana a ajustarse los audífonos sobre la cabeza, ya que padece de los problemas auditivos que conlleva la vejez.

La anciana se encontraba sentada a unos tres metros del aquel soldado con el lunar en el pómulo izquierdo que había entrado a su casa en la mañana del 7 de diciembre de 1982, tirando al suelo las tortillas, los frijoles y la leche, y exigiendo que le entregara las armas. Ese soldado era Pedro Pimentel Ríos y enfrentaba 201 cargos de asesinato y el cargo de delitos contra deberes de humanidad.

Al ver el rostro de ese hombre volvió a revivir el terror que sintió cuando uno de los soldados le había sumergido la cabeza bajo el agua y, peor aún, la pérdida de su hijo Ramiro, de 23 años.

Suele pensarse que sólo los ojos lloran, pero no es así. Durante la media hora que le tomó narrar su historia, la mano derecha de María Juliana, venosa, morena y cubierta de pequeñas manchitas cafés –la mano de una abuela– restregaba su rodilla como si buscara aliviar un dolor intenso. Esa mano lloraba por el hijo que nunca regresó a casa.

Pimentel Ríos – un hombre de baja estatura y cabello canoso, con un lunar en el pómulo – la miraba con la cabeza ligeramente ladeada, las manos entrecruzadas sobre la mesa y la expresión de quien está viendo una película que no le resulta particularmente interesante.

También testificó Salomé Armando, hijo de María Juliana, quien reconoció a Pimentel Ríos como el soldado que subió al púlpito de la iglesia y le gritó a las mujeres “¡Canten! ¡Canten!”, entre risas burlonas.

“Él llegó a asesinar a mi familia”, dijo Salomé Armando señalándolo. En el rostro de Pimentel Ríos se dibujó un rictus sarcástico. Tranquilamente, destapó una botella de Gatorade y bebió.

XIX

César Franco Ibáñez volvió a testificar por videoconferencia, con un marcado acento mexicano después de casi dos décadas de vivir en el Distrito Federal.

Afirmó que Pimentel Ríos era parte de la tropa de asalto, el grupo de soldados más feroz y violento, que gozaba de la confianza especial del teniente Rivera Martínez. Aunque lo describe como “un soldado más”, varios detalles de su relato lo delatan como un hombre sanguinario.

Lo ubicó, por ejemplo, entre los soldados encargados de golpear a los campesinos con la almádena y arrojarlos al pozo y también lo identificó como el soldado que mató a una de las dos jovencitas que la patrulla se llevó, después de la masacre, para demostrar “cómo se mata a una persona”.

Agregó que una semana después, llegó un helicóptero militar para llevárselo a la Escuela de las Américas, establecida en Panamá en 1946 y posteriormente trasladada a Fort Benning, Georgia, y apodada “La Escuela de Asesinos”. Por este centro de adiestramiento, cuyos alumnos recibían como libro de texto el manual de tortura Kubark, desclasificado por la CIA en 1994, pasaron, entre otros, el ex dictador panameño Manuel Noriega y Roberto Eduardo Viola, promotor del golpe de Estado en Argentina en 1976, entre otros militares latinoamericanos señalados de fraguar torturas, desapariciones forzadas y masacres.

Cuando se le preguntó por qué había decidido colaborar con la justicia, respondió: “Porque tengo mis hijos y la verdad es que siento todo lo que pasó y pido perdón….No quiero ver que mis hijos también sufran…” La voz se le quebró, se quitó los lentes con una mano y con la otra se cubrió el rostro para no llorar delante de la cámara.

XX

Los sobrevivientes de la masacre escucharon con atención el testimonio del perito militar peruano, Rodolfo Robles Espinoza, quien declaró en el juicio de Byron Lima Oliva y Mario Sosa Orantes por el asesinato del sacerdote Juan Gerardi Conedera así como en el juicio del ex sargento Manuel de Jesús Beteta por el asesinato de la antropóloga Myrna Mack, y casos de masacres cometidas en Perú bajo el régimen de Alberto Fujimori.

Robles Espinoza explicó que el conflicto armado guatemalteco ocurrió durante la Guerra Fría cuando Estados Unidos había adoptado una política exterior –la Doctrina de Seguridad Nacional–
país que le brindaba un apoyo irrestricto a las fuerzas armadas de los países latinoamericanos para que éstas pudieran combatir cualquier organización o movimiento comunista, sin importar que estas acciones conllevaran masacres de civiles, tortura y desapariciones forzadas.

Bajo esta doctrina, cualquiera que tratara de cambiar el orden establecido era considerado como un enemigo interno, un planteamiento que se refleja en las políticas adoptadas durante la dictadura del ex general Efraín Ríos Montt (1982-83), período durante el cual el ejército lanzó una campaña para perseguir a los grupos guerrilleros, así como a las comunidades que supuestamente los apoyaban, estrategia conocida como “quitarle el agua al pez”.

Durante el régimen de Ríos Montt se diseñó el Plan de Campaña Victoria ’82 y un segundo plan con énfasis en las operaciones en el altiplano: el Plan Sofía, los cuales establecían que cualquier localidad donde se encontraran señales de actividades guerrilleras –escondites de armas o propaganda izquierdista– era considerada “subversiva” y sus pobladores debían ser eliminados. Las comunidades abandonadas luego de que sus aterrorizados habitantes huyeran hacia las montañas, también eran destruidas, política conocida como “tierra arrasada”.

Durante los dos años en que Ríos Montt ostentó el poder, se registraron 626 casos de masacres atribuibles al ejército o estructuras paramilitares, según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH).

Con el peritaje de Robles se demostró que los campesinos de Dos Erres fueron asesinados como parte de una política Estado, el mismo Estado que los había llevado a colonizar las inhóspitas tierras peteneras donde ellos hicieron florecer la milpa.

Pero a los sobrevivientes de la masacre les cuesta entender cómo el ejército pudo llegar a la conclusión de que una comunidad campesina sin ningún nexo con la guerrilla era un enemigo que merecía ser aniquilado con tanta saña.

“Mis ojos que un día se van a cerrar jamás vieron un guerrillero en el parcelamiento de Dos Erres.
Ahí había sólo gente limpia y trabajadora. Tiraron niños al pozo. ¿Acaso un niño es un guerrillero?”, pregunta Pedro Antonio García Montepeque, tío abuelo de Ramiro Cristales, el niño que sobrevivió escondiéndose bajo la banca de la iglesia.

Así es como el peritaje del sociólogo histórico Manolo Vela Castañeda describe lo que ocurrió en Dos Erres: “No habían tenido batalla, ni heridos, ni bajas, ni guerrilleros, ni armas, ni propaganda. Sólo civiles muertos. El enemigo no era nadie, pero podía estar en todas partes: un anciano, un niño, una mujer embarazada. Todos podían matarlos. Por eso es que ellos los habían matado a todos, sin importar quienes fueran todos”.

Vela elaboró una tesis doctoral sobre la masacre de Dos Erres con el propósito de explicarle a la sociedad guatemalteca cómo el ejército llegó a ver en los rostros de 201 civiles indefensos a un enemigo del Estado, cuando el proceso judicial contra los responsables se encontraba estancado. Pero tras la salida del Fiscal General, Juan Luis Florido, en 2008 y su relevo por Amílcar Velásquez Zárate; Vela recibió una llamada del Ministerio Público preguntándole si su tesis podía ser ampliada y reelaborada como peritaje para apuntalar el caso contra los perpetradores de la masacre.

Vela llegó a los juicios de Carlos Carías y de los tres soldados kaibiles en 2011 y un año después al de Pedro Pimentel Ríos, no para defender una tesis académica, sino para aportar una pieza clave de evidencia.

Después del juicio de Pimentel Ríos tuve la oportunidad de preguntarle a Vela –un hombre con voz suave que medita cuidadosamente sus palabras antes de responder– si no puede atribuírsele alguna responsabilidad a las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes) por dejar expuesta a una población vulnerable después de la emboscada de San Diego, durante la cual se apropió de los 21 fusiles que los soldados buscaron infructuosamente en Dos Erres.

Pero Vela explicó que la guerra de guerrillas significa actuar y esconderse, ya que combate al ejército en condiciones asimétricas en términos numéricos y de capacidad de fuego. La operación de San Diego que realizaron las FAR en abril de 1982 era necesaria para aprovechar un momento en el que el ejército estaba concentrado en combatir al EGP (ejército Guerrillero de los Pobres), en el altiplano, a través de las fuerzas de tarea. No realizar esa operación, aseguró Vela, hubiera sido “un contrasentido”.

Hasta entonces, el ejército había reprimido de manera selectiva a las comunidades pero jamás había eliminado a una población entera como hizo en el caso de Dos Erres. “Ningún ejército en el contexto de la Guerra Fría había hecho lo que hizo el de Guatemala. Los guerrilleros nunca pensaron que el ejército podría hacer algo así”, afirmó el sociólogo.

 

Lee también el resto de esta crónica 1ª parte y 3ª parte

*“Dos Erres: vivir para ser testigos del horror” es una crónica literaria que se alimenta de extensas entrevistas con los sobrevivientes de la masacre, activistas de derechos humanos que han acompañado el caso, psicólogos y peritos, visitas de campo al lugar de los hechos, la cobertura diaria del juicio de Pedro Pimentel Ríos, las declaraciones rendidas ante el tribunal por las víctimas y los soldados kaibiles que declararon como testigos protegidos, además de fuentes documentales como peritajes históricos y militares y cables desclasificados de la CIA que actualmente se encuentran en el National Security Archive. Los diálogos se reproducen tal y como fueron narrados por las personas que protagonizaron los hechos.

Autor
Edición
Autor
Edición