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Manifestación de protesta en contra del gobierno de Jimmy Morales, la noche antes de las celebraciones de las fiestas patrias, el 14 de septiembre 2017. Simone Dalmasso

De la Plaza a la organización y el poder que no perdemos

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De la Plaza a la organización y el poder que no perdemos

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Entender lo sucedido en la Plaza Central de Guatemala desde 2015 implica cuestionar nuestros procesos de organización. Los discursos cambiaron y aminoró el orgullo de tintes patrióticos por manifestar. Ahora escuchamos denuncias con una agresividad legítima. ¿Cuál ha sido la influencia y presión de las organizaciones sociales durante esta crisis institucional que se agudizó? ¿Cuáles fueron las demandas que fortalecieron la organización social de las plazas? ¿Estos cinco años son en vano? Frente a esta última interrogante que se repite desde 2020, también nos preguntamos por nuestro poder. ¿Todavía lo tenemos?

Un año que es un símbolo. 2015 se convirtió en un referente de participación y poder ciudadano. Los actores que impulsaron la lucha contra la corrupción tuvieron largas jornadas de trabajo para articular mensajes, demandas y redes de organización. Sus esfuerzos, dentro y fuera de la Plaza, hoy quedan ligados a las renuncias de funcionarios y al potencial transformador de la organización ciudadana. 

De estos encuentros entre organizaciones estudiantiles, colectivos urbanos, de la diversidad y campesinas, nacieron las convocatorias y consignas respaldadas por varios sectores, liderazgos sociales y la ciudadanía no organizada. Creímos que era la oportunidad de recuperar o continuar la organización social en la ciudad de Guatemala, en el resto de las áreas urbanas, y para nombrar las necesidades y demandas políticas de la población mestiza/ladina clasemediera. 

Era un momento para reconstruir un tejido social lastimado por la guerra, la violencia, la falta de espacios públicos para compartir, entre otros. Una de ellas fue la iniciativa «De la Plaza a los Barrios» que buscaba acercar las demandas ciudadanas a quienes no asistían a las convocatorias y revertir así el desinterés por la política. Este fue un momento que nos devolvió la esperanza. Pensamos que sí podíamos generar cambios significativos.

Luego se comenzó a escuchar que «la Plaza había muerto». A esta afirmación, severa y definitiva, la acompañaron varios señalamientos críticos: que quienes llegaron fueron manipulados, que a las personas solo las indigna que les toquen el dinero, que no servía la movilización si al final nada había cambiado. Y aunque resulte un ejercicio incómodo, necesitamos reflexionarlas, sobre todo cuando parece que nada mejoró.

Vale la pena reconocer los logros de estos cinco años. En la ciudad de Guatemala las organizaciones sociales han estado presentes en las calles y se han multiplicado los espacios de formación y de articulación. Sus acciones de denuncia, demanda y fiscalización han sido constantes. Las manifestaciones expandieron sus demandas hasta el Congreso, que se convirtió en el escenario político más importante para las movilizaciones en los últimos años. 

La organización que nació en 2015 continúa viva. En varios departamentos, jóvenes que participaron en las movilizaciones o se inspiraron en ellas formaron organizaciones. Basta ver el trabajo del Movimiento Ecológico Estudiantil, Visión Legislativa en Quetzaltenango, Voz de Cambio en Retalhuleu o Feministas Organizadas de Alta Verapaz (FOAV). Las organizaciones universitarias como la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU), el Movimiento Landivariano y Acción Delvalleriana, han logrado mantenerse relevando sus liderazgos y sosteniendo los procesos de organización. Sus demandas trascienden la agenda contra la corrupción, y ahora vemos convocatorias por la violencia contra las mujeres y niñas, la defensa de los bosques en la ciudad de Guatemala o críticas contra diputados y diputadas distritales. 

Las redes sociales fueron el medio para mantener la relación entre ciudadanía, organizaciones sociales y políticos. En el 2015 las usamos para organizarnos, denunciar y convocar. Abrazamos una especie de «hágalo usted mismo» y desde entonces sintonizamos en Facebook las transmisiones del canal del Congreso. También estamos pendientes de los perfiles y publicaciones de las y los diputados para conocer sus decisiones.  

Ahora podemos informarnos, fiscalizar, indignarnos, convocar y opinar desde la comodidad de nuestro teléfono. Creímos encontrar la posibilidad de hacer política de otra forma. Sin embargo, la indignación de las discusiones virtuales no tiene la misma fuerza -salvo algunas excepciones, como los primeros intentos por expulsar a la Comisión Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) o el rechazo al presupuesto 2021- en los procesos organizativos urbanos o en las convocatorias y movilizaciones. Sabemos que no debemos organizarnos solo a través del celular.

En 2019 desde las urnas se logró articular una digna y necesaria resistencia en el Congreso. Aunque la «bancada de la dignidad» dejó de existir con legislatura anterior, hoy continúa una cierta coordinación -algunas veces más evidente e intencionada- con diputados de Semilla, Winaq, MLP y dos diputadas del partido Bien.  

Cinco años después en el Congreso hay una oposición más coherente con las necesidades de la población y la lucha contra la corrupción. Además, los electores de esas bancadas siguen apoyando a esas bancadas, cuando manifiestan que se sienten representados. El «sí me representa» adjudicado a la diputada Sandra Morán, hoy se extiende a otras personas. Sin embargo, este apoyo se pone en entredicho mientras la crisis institucional se profundiza con la elección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) o de la Corte de Constitucionalidad (CC), por ejemplo.   

Estos votos son insuficientes para ganar los pulsos que se deciden por mayoría. Sin embargo, se valora que el Congreso cuente con una bancada cuyo partido está ligado directamente con la Plaza de 2015. Varias de las personas líderes de Semilla lo fueron durante las manifestaciones y otros diputados también participaron en las movilizaciones. Hoy esas vocen interpelan clara y contundente en el Pleno, y como pares, a partidos señalados por corrupción. 

Este diálogo cobra más fuerza si atendemos a quienes lo hacen: son mujeres, mayas, jóvenes y personas de la diversidad sexual quienes se enfrentan al poder que busca marginarlos. Cuestionar por qué el Congreso paga el almuerzo de los diputados, las citaciones lideradas por diputados jóvenes o la denuncia de argumentos machistas en el Pleno, han sido algunas de las imágenes llenas de fuerza que hemos visto en los últimos meses.  

Aunque la crítica por ser minoría está presente, la apuesta es sostener un símbolo de dignidad que gane la confianza de la ciudadanía y se transforme en apoyo y votos en las próximas elecciones.

En 2015 pensamos otro Sistema Electoral y de Justicia. Quisimos otra manera de ganar votos y de financiar campañas. Nos imaginamos la posibilidad de reconocer otras formas de impartir justicia para hacer valer las prácticas de comunidades indígenas. Optamos por privilegiar la meritocracia para elegir magistrados. Pudimos ganar la simpatía y el compromiso de una ciudadanía proclive a movilizarse y con posibi a ser parte de organizaciones sociales y políticas… ¿Perdimos la batalla?

Hay hechos que nos hacen pensar que sí: el engavetamiento de las reformas constitucionales, el fin de la Cicig, el recrudecimiento de la criminalización y persecución de líderes comunitarios a partir de 2018, los resultados electorales de 2019, la cooptación de los tres poderes del Estado y, por último, una intermitente y casi siempre disminuida participación de la ciudadanía en las manifestaciones. Sin embargo, en política no hay victoria ni derrota absolutas. Queda una historia por escribir. 

Son importantes las acciones de la sociedad organizada e indignada de los últimos años. Es sabio reconocerlas, pero también entender que no son suficientes. No podíamos esperar que las élites económicas y políticas tradicionales no reaccionaran ante una organización que se fortalece y que quiere reformar o refundar el Estado. Revisar nuestro caminar es urgente para continuar. Proponemos dos ejes de reflexión: la organización autocrítica y la claridad política.

Nunca más sin nosotras: La impostergable necesidad de repensarnos 

Una de las políticas contrainsurgentes de la guerra en Guatemala fue destruir los lazos de confianza para impedir cualquier proyecto político respaldado por una fuerza colectiva. Por eso, reconstruir la comunicación, solidaridad, análisis y organización para apropiarnos de las narrativas para explicar nuestro entorno y de los mecanismos para transformarlos no solo es una tarea necesaria sino también un acto político transformador. 

Reconocernos desde 2015 nos permitió generar confianza entre una comunidad política que cada vez se hace más amplia. Los sujetos y sujetas políticas han buscado construir dinámicas de trabajo y organización a partir de ella para que quienes se sumen se identifiquen con la causa. El sentimiento podrá parecer novedoso para sectores de la población capitalina que por años se mostraron reacios a manifestar en las calles. Sin embargo, la profunda convicción de que es posible construir otras formas de relacionarnos siempre ha estado en el centro de la resistencia. Es lo que la hace posible. 

Ampliar las redes implicó hacerlas más diversas. Así, se incorporaron liderazgos críticos y disidentes que han sido claros y contundentes con sus demandas. Éstas no sólo van dirigidas al Estado o a los sectores conservadores, también interpelan a los movimientos sociales. 

Uno de los principales avances de la organización política ha sido la revisión crítica de los términos y condiciones en los que se aplica la participación política «amplia, inclusiva y transformadora». De aquí nacen las demandas que buscan construir espacios y dinámicas que sean seguros, incluyentes y respetuosos de todos los cuerpos, identidades y luchas. 

Estas interpelaciones son difíciles de escuchar, resultan incómodas. Nos dejan claro que hay muchas cosas que no hemos hecho bien. En el afán de construir una sociedad más justa y de responder a la coyuntura olvidamos ver hacia dentro para no reproducir injusticias y opresiones que condenamos en otros. ¿Qué tan transformadores podrán ser los cambios si se fundamentan en las actitudes que originan y perpetúan la desigualdad y la violencia? La revisión crítica de los movimientos sociales es una deuda histórica y atenderla solo puede fortalecernos.

En los últimos años los feminismos han ocupado un lugar protagónico. Feministas de varias generaciones han regresado una y otra vez a la Plaza para denunciar al Estado por los atropellos contra mujeres que realiza o permite. Son ellas quienes han logrado mantenerla viva como un lugar de lucha. Además, las nuevas generaciones de mujeres feministas han liderado la creación de espacios seguros y redes de apoyo que permiten y fomentan la denuncia de los abusos y violencias contra mujeres que se dan en los movimientos sociales. 

Evidenciar que no son seguros para las mujeres ha sido difícil y desgastante. Aún así, el consenso entre las mujeres jóvenes es que solo así se podrán construir propuestas que transformen las dinámicas sociales y de poder que, en la actualidad, mantienen las cosas tal como las conocemos. 

Ahora mujeres lideran varios de los colectivos urbanos como AEU, Movimiento Landivarianos, Otra Guatemala Ya y Pacto Ciudadano. Ellas han demostrado capacidad de atender y visibilizar las demandas o necesidades de las mujeres y acuerpar otras causas como la defensa del territorio, el movimiento estudiantil o la lucha anticorrupción. 

Fuera de la ciudad de Guatemala, la movilización y organización han sido permanentes. Basta recordar las marchas campesinas de 2012 y 2016 por la defensa del territorio. Desde ahí se generaron propuestas de reforma institucional, como la Ley de Agua y Desarrollo Rural, o de refundación del Estado. Es imposible ignorar a líderes mayas que señalan actitudes racistas, paternalistas o instrumentalistas de las organizaciones sociales urbanas y de cómo los mestizo-ladinos nos acercamos a ellos. Les seguimos cargando la responsabilidad de darnos credibilidad y respaldar nuestras demandas. Los buscamos de manera oportunista para llenar la Plaza y fallamos en corresponder a sus luchas históricas. 

La reflexión sobre la articulación de lo que Justicia Ya llamó «campo-ciudad» también es sobre nuestras identidades permeadas por el territorio, la cultura y la posición de privilegio. Luego de 2015, los acercamientos y el trabajo en conjunto entre organizaciones de diferentes territorios permitió una respuesta articulada ante la decisión de Jimmy Morales de declarar non grato a Iván Velásquez. Ya había confianza para construir una agenda común de demandas y consignas. 

En 2017 Justicia Ya dijo que «la consolidación de demandas conjuntas entre campo y ciudad era impensable a principios de 2015 y hoy podemos decir que es inédita para nuestra generación». Hubo espacios en los que organizaciones sociales se encontraron y se han mantenido. La Asamblea Social y Popular, convocada ese año por organizaciones campesinas, existe y continúa abriendo brecha en una unidad imprescindible. 

En los últimos años se han visibilizado varias organizaciones LGBTIQ+ y es notoria la demanda de una representación más amplia que deje claro que la diversidad es más que la imagen construida a partir de hombres cisgénero blancos, homosexuales y de la urbe. Las personas trans y discidentes de género, las personas diversas en espacios rurales y racializadas y el amplio espectro de mujeres diversas (lesbianas, queer, asexuales, bisexuales, sáficas, etc.) demandan una inclusión respetuosa y no instrumentalista de sus cuerpos, luchas y necesidades. 

Estas discusiones se dan al mismo tiempo que la embestida del pacto de corruptos contra los logros de la justicia. Se han instrumentalizando los prejuicios en contra de las personas LGBTIQ+ para generar rechazo y miedo en una sociedad conservadora. El proyecto de ley 5272 que busca «proteger la familia tradicional», ha sido un arma potente para generar confusión y redirigir la atención y simpatía de la opinión pública a favor de diputados señalados por corrupción. 

Una de las estrategias de diputados y diputadas para frenar la lucha contra la corrupción (entorpecer iniciativas de ley, fiscalización y elección de funcionarios púbicos) ha sido generar un discurso confuso y desinformado sobre los derechos humanos. Las organizaciones sociales tienen una tarea pendiente para que la opinión pública los valore como imprescindibles para la democracia. 

Claridad política

La respuesta de los grupos de poder tradicionales fue el retroceso de la institucionalidad democrática. Desobedecen sus principios y formas. La indiferencia a las decisiones de la Corte de Constitucionalidad (CC) o calificarlas como ilegales, ha demostrado el cierre de filas entre los tres poderes del Estado. Los mecanismos institucionales se agotan. 

Las formas de presión e incidencia democrática de las organizaciones sociales son cada vez más cuestionadas. Mientras intentan amortiguar los golpes contra la institucionalidad y proteger los retazos de democracia, se dejó de hablar con otros sectores menos o nada politizados[1] de la sociedad. Estos quedaron a merced de los netcenters y de los discursos que polarizan entre «izquierdas y derechas”, «buenos guatemaltecos y vividores del conflicto», «verdaderas feministas y feminazis». Esa batalla no termina, pero la estamos perdiendo.

«¿Queremos otro país?», gritó alguien el 21 de noviembre de 2020 durante las manifestaciones contra el Presupuesto 2021. La respuesta fue un sí al unísono, con enojo. A esto le siguió la interrogante de cómo debe ser. Entonces las voces se convirtieron tímidas, o fueron reemplazadas por algunas risas nerviosas. La cuestión de la claridad política se impone porque nuestro poder también radica en ella. 

Manifestar para exigir las renuncias de funcionarios es un cuento viejo que dejó una sensación incómoda de que cambió algo, pero nada. Las reformas a la Ley Electoral no lograron erradicar el clientelismo o el financiamiento ilícito de los partidos políticos ni de sus financistas. Las esquivaron tanto como al Tribunal Supremo Electoral, encargado de velar que se cumplieran.

El problema es más profundo, lo sabemos desde hace tiempo ya. Es el sistema. Supera la mera institucionalidad de los tres poderes del Estado, los ministerios y las leyes. También se sostiene en las narrativas que normalizan el despojo y son las prácticas racistas, misóginas y homo-lesbo-transfóbicas que causan muerte. Es la creencia de que no hay nada más qué hacer porque así son las cosas.

Seguimos discutiendo sobre los horizontes a alcanzar, pero debe respaldarse con la organización social o se pierde toda legitimidad. Tenemos los esfuerzos de reforma a la Justicia para la elección de magistrados, al Sistema Electoral, al servicio civil, e iniciativas a favor de la transparencia.  

También está la propuesta de una Asamblea Nacional Constituyente. La presentó el Comité de Desarrollo Campesino (Codeca) en 2012 y dos años después Waqib’Kej (una plataforma de varias organizaciones mayas y campesinas). En 2015 se comenzó a escuchar sobre la fundación de un nuevo Estado plurinacional que responda a la realidad cultural y políticamente diversa del país. Este proyecto ha incorporando aportes de organizaciones feministas y urbanas, por lo que hoy llama a construir un Estado popular, plurinacional y antipatriarcal. 

Si el objetivo es construir otro Estado, la lucha es de largo aliento, requiere de estrategia y de discutir cómo lo queremos. Necesitamos construir la fuerza social que represente este proyecto político cuando se haga uns nueva Constitución. Es urgente el apoyo de la ciudadanía a través del voto para aprobarla. La unidad de partidos políticos y organizaciones sociales que impulsen un proyecto de refundación no es novedosa, pero no se ha logrado en los últimos procesos electorales. 

Las elecciones de 2023 son importantes para posicionar, con mensajes sencillos, un proyecto ambicioso que ya generó anticuerpos que encontraron terreno fértil en una población desinformada. Por ello, el tiempo es un recurso vital. No se puede esperar a que inicie el siguiente proceso electoral para una articulación que requiere de años. No es tarea fácil, pero hoy es la que más se acerca a la exigencia que nace del hartazgo de este Estado que nació, es y será criollo y, por lo tanto, excluyente. 

También es la propuesta que permite perseverar en una acción política que no sólo se preocupa por la coyuntura, sino que la entiende en función de un proyecto de largo plazo. El proyecto de Estado popular, plurinacional y antipatriarcal da sentido y esperanza a las organizaciones sociales que lo ven como una posibilidad de transformación radical. 

El poder de perder el miedo

Durante la manifestación del 21 de noviembre de 2020, ante la solicitud de apoyar a los estudiantes que impedían a los antimotines llegar a la Plaza, muchas personas fueron hacia donde estaban los enfrentamientos.

No se sentía miedo. Había un sentido de cuidado colectivo, de rechazo a la imposición del orden de un Gobierno corrupto que defiende a un Congreso igual. No eran infiltrados los que se enfrentaron a la autoridad y cuestionaron al Estado violento. En ese gesto radica la esperanza. Vemos la cara de un poder ciudadano que perdió el miedo y cuestiona las estrategias pacíficas de 2015. Desde la interpelación de la violencia, las organizaciones sociales pueden replantear su acción política. 

Nos lo recuerda Diego Morales, un estudiante universitario: «Quemar el Congreso o gritarle a un palacio vacío no nos otorga poder. Cantar un himno que exalta a la oligarquía criolla tampoco nos da poder. El poder lo obtenemos con el compromiso para darle voz y justicia a quienes han sido silenciados por las condiciones deplorables del país».


[1] Entendemos la politización como el proceso de reconocer las relaciones de poder y la transversalidad de lo político en la vida social, económica, étnica, cultural y ambiental para restaurar la participación política y la organización social para procurar la emancipación de la sociedad.
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