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Siempre romper el silencio

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Siempre romper el silencio

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Silencio, silencio, silencio. Estallido. No conozco otra forma de romper un silencio agobiante y doloroso que no sea en desorden, uno estruendoso e incómodo y seguramente feroz, porque nace de un sufrimiento contenido y auténtico. No hay posibilidad de quebrar el silencio en calma. Y romperlo no sólo es una opción válida siempre, sino imprescindible para dejar de vivir la violencia. Ninguna transformación se hace en silencio, sin señalamientos, sin interpelación. Así que propongo el estallido.

Hablo desde mi historia. Ese territorio que visito una y otra vez, que me ayuda a entender lo que soy. Rastreo mi historia entre correos enviados y mensajes de texto guardados para no olvidar lo que viví y que estoy decidida a no repetir. He regresado a los retazos de imágenes que guardo en la memoria para traer al presente las palabras vulgares con las que me hirieron.

Cierro los ojos y veo al que me ofreció «darnos vergazos» afuera de un restaurante porque no quería acompañarlo a la última cerveza y, de inmediato, surge ese cuarto en el que el esposo de una amiga me cerró el camino para «pasárnosla bien». Era un hombre 20 años mayor que yo. Pido ayuda a una amiga para reconstruir el momento que vino luego de la patada que recibí de un antiguo profesor: según me cuenta, manejé en silencio un largo tiempo y luego, grité con toda mi impotencia.

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Hago cuentas: todo esto en más o menos 10 años. En cada ejercicio de la memoria hay, de un lado, novios, amigos, compañeros de organización. Del otro yo, sin saber muy bien cómo resolver el tumulto de sensaciones que tenía. Miedo, rabia, impotencia y mucho silencio. Mientras escribo, vuelve a asomarse ese sentirme «chiquita». Vuelve la vergüenza de no haber estado a la altura de llamarme «feminista».

Escribo desde esa historia que es la mía. Busco compartir las reflexiones que he tenido todo este tiempo y que se contrastan con lo que sucede hoy, cuando escuchamos a muchas mujeres denunciar y señalar a agresores que las han hecho sentir incómodas e inseguras. Escuchándolas y leyéndolas es que pienso que Simone de Beauvoir tenía razón cuando escribió «raro que una no pueda comprender su propia historia más que ayudándose con la experiencia de las demás». Raro pero cierto.

Lo que ha cambiado: de la cocina al eco de las calles

Cuando por fin lo conté, la respuesta fue que debía aprender a convivir con ello. Se impuso el silencio y la culpa. Al poco tiempo vino el desagrado por mí misma, no poder verme al espejo y bañarme más de una vez al día. Mi cuerpo aprendió a hablar otro idioma, mientras mi razón intentaba hacerme creer que yo no era víctima, que nada importante había sucedido, que yo era fuerte y que la vida seguía su camino.

Pero el silencio tampoco es sostenible. Así que lo comencé a hablar de a poco. Lo hablé, por ejemplo, en la intimidad de la cocina. Tanteaba las palabras, el tono, el relato. Luego, comencé a escribir tímidamente, sin dar mayores detalles. Pero ahora las cosas comienzan a cambiar. Hoy algunas mujeres no tienen miedo de señalar, de decir nombres, de mostrar rostros, de contarnos nuestras historias. No es una sola mujer, son decenas que han comenzado a romper el silencio en público, demostrando que la violencia se vive en muchos espacios, desde lo íntimo hasta los colectivos, y que a veces es una violencia muy sutil. 

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Al desplazar la voz a los espacios públicos, las mujeres han trasladado el miedo y la vergüenza hacia otros que son ahora señalados y que temen el estigma y el rechazo colectivo. El temor ha llevado a muchos hombres a cuestionar sus actitudes, sus relaciones de poder, sus maneras para acercarse a una mujer. Lo «correcto» y la «tradición» se ha puesto en duda ¿Es correcta la manera en cómo me dirijo? ¿Cuáles son los límites para seducir a una mujer? ¿Qué esconde cortejar, sistemáticamente, a mujeres más jóvenes? ¿Cuándo abuso de mi condición y privilegio?

Llegar a las calles no fue de la noche a la mañana. Es el resultado de generaciones de mujeres que han ido resquebrajando el imaginario impuesto de «ser una buena mujer». Han sido los movimientos feministas los que han objetado las opresiones y logrado llevar a lo público discusiones que antes se entendían como «personales», «domésticas» o «íntimas». Desde hace mucho tiempo el poder político y religioso ha sido reñido. Mujeres jóvenes han abierto el espacio para disputar el «sentido común” machista en nuestras relaciones cotidianas.

Las pláticas en la cocina, en voz baja, siguen encontrado el eco de las calles. Lo celebro y sé que faltan muchos nombres en esas paredes.

Ahí donde soñamos otro país, también hay tiranos

Mi primer acercamiento con un espacio político fue cuando estudiaba los básicos. Tenía 16 años y desde entonces la organización social y política es mi apuesta por la esperanza de un mundo mejor. Siempre he pensado que las dinámicas internas que construimos, deben reflejar los principios y valores que asumimos como colectivos.

Sin embargo, fue en los espacios organizativos, o propiciados por la dinámica de organización, donde me sucedió la mayoría de las agresiones. En una de ellas los ataques fueron más sutiles y, aunque no era solo con mujeres, cuándo éramos nosotras las involucradas cobraron otros matices. La situación me desbordó y, a diferencia de otras veces que me negué a ceder el espacio político, decidí retirarme. No me atreví a denunciar, hasta que se me pidió estar a la altura de mi palabra y de mi coherencia. Salir de una organización sin señalar lo que había sucedido no era parte de «la nueva política». Si otra política es posible, comienza en las dinámicas de las organizaciones a las que pertenecemos.

Apunté y presenté una serie de comportamientos al mecanismo establecido para revisar estos señalamientos dentro de la organización. Había hostigamiento, presión para tomar decisiones, solicitud de lealtad, negociaciones atravesadas por relaciones personales, chismes de la vida íntima de las mujeres del colectivo como factores de deslegitimación de posturas políticas…

Intuyendo que no era la única que había vivido algo similar, escribí que «cuando veo mi historia personal vulnerada por miembros de mi organización, me pregunto seriamente si estamos haciendo las cosas diferentes, y entonces comienzo a reflexionar críticamente sobre acciones y actitudes que hemos tenido a lo largo de estos meses, y que tienen patrones similares».

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No me arrepiento de haber apalabrado la situación, de haberla hecho pública dentro del colectivo que tenía el mecanismo para escucharme sin vulnerarme. No me arrepiento de haber perdido el miedo a enfrentar a quienes intentaban hacer de esa lógica la manera común de relación dentro de la organización.

En las últimas movilizaciones del 8 de marzo he visto cómo líderes de organizaciones han sido señalados de acoso. En algunos casos se ha dicho que son estrategias de «debilitamiento y desarticulación» de la organización social. O bien, se ha juzgado duramente a las mujeres que se han atrevido a denunciar lo que han vivido y se les ha tratado de «enseñar» que los trapitos sucios se lavan en privado.

Pero la verdad es que muchas veces estos temas no son tratados con la seriedad requerida dentro las organizaciones sociales. La capacidad de revisión y de autocrítica es fundamental para cuidar los procesos organizativos que buscan la transformación profunda de las estructuras sociales y políticas. Si estas faltan o se omiten, el riesgo a caer en lógicas de abusos es imposible de franquear.

Yo he admirado a esas mujeres valientes. Nos reconozco en esa denuncia poética que hiciera hace tantas décadas Ana María Rodas. Denuncia que sigue siendo válida para los «progresistas», «los intelectuales», «los académicos», «los activistas», que cuestionan los privilegios ajenos sin preguntarse por los propios y que la coherencia ética es una medida que no les aplica a ellos.

Revolucionario: esta noche
no estaré en tu cama.
Que no te extrañe la subversión de amor
antiguo dueño.

 

Tú hinchas el cuero
y te preocupas tanto de problemas sociales.
No te fijas, farsante,
que en tu casa
calcas tan justamente
los modales del mejor tirano.

Mientras haya farsantes y tiranos habrá mujeres que rompan el silencio. Si los hay en organizaciones que buscan la transformación social, entonces habrá mujeres que interpelen la coherencia de los procesos colectivos.

«¿Y la justicia, Gabriela?»

Se han cuestionado las formas. «¿Y la justicia, Gabriela?», me preguntan. «Cualquier cosa es acoso ahora y, además, se esconden en el anonimato, escracheando sin preocuparse de los efectos que tienen sus acciones», me dicen.

Sí, hay una discusión sobre la «claridad» y «buena utilización» de los términos. Una discusión que debe ser constantemente revisada, a la luz de los contextos y momentos, y cuyo faro ético debe estar siempre ligado a determinar cómo queremos vivir, cómo queremos que sean nuestras relaciones sociales.

Los conceptos no son contratos de por vida, más bien son herramientas que nos ayudan a explicar nuestras realidades. Los conceptos mutan y se transforman cuando son útiles. Si «acoso» no es la manera correcta de llamar a las realidades que muchas mujeres viven, no significa que no existan acciones que lastiman y humillan. Si la manera de cómo nombramos lo que está sucediendo no es la correcta, discutamos cómo debemos llamarlo, pero no intentemos esconder el problema. Ésta es una discusión a dos tiempos y espacios: el que corresponde sólo a las mujeres buscando ciertos acuerdos y el público, es decir, el que busca determinar la vida en colectivo.

Se ha dicho que el anonimato no es la manera, pero se opta a él cuando no hay otro canal para denunciar, evitar represalias o que no repita la agresión. Esconde un problema mayor: instituciones que no se preocupan por resolver la violencia que viven las mujeres. Si se busca deslegitimar denuncias que han roto el silencio por el anonimato, nos vendría a todas y todos exigir un Ministerio Público (PNC) y un sistema de justicia independiente e imparcial, que actúe con celeridad. O una Policía Nacional Civil que nos cuide y no de la que tengamos que cuidarnos. Rechazar el anonimato niega las condiciones concretas en las que viven las mujeres en Guatemala.

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Por último, el escrache. Es muy sencillo juzgarlo. Es más complejo entender que es respuesta a un sistema patriarcal que no provee justicia, y de una sociedad profundamente machista. Si una mujer denuncia con su nombre en el MP una agresión -que hay que demostrar que fue-, seguramente se engavetará el expediente y la sentencia será la impunidad.

A falta de un Estado que garantice el derecho a la justicia, habrá otros caminos para buscarla. La reflexión sobre las formas en cómo denunciamos es necesaria, pero no puede silenciar el dolor que se hace grito. Mientras las discusiones se dan, sigo proponiendo el estallido.

¿Qué buscamos cuando rompemos el silencio? Justicia para nosotras y que no seamos agredidas otra vez. Buscamos que no haya niñas violadas, que ninguna madre reciba la noticia de su hija violentada hasta la muerte. Queremos que nos traten con el respeto que nos merecemos, que no nos despidan por indignarnos.

Silencio, silencio, silencio. Estallido. Siempre romper el silencio.

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