Todos conocemos a cierto tipo de persona que hace difícil la vida de los demás. Quizá hasta somos una de tales personas. El ejemplo cotidiano lo dan el jefe mandón y el papá dominante. Regañan, gritan y chantajean para exigir que se haga su voluntad. Quizá es asunto de personalidad. Tal vez lo disfrutan. No sé. Cada uno lo hace a su modo, pero el resultado es común: lo que ya era difícil se hace aún más arduo.
Esta peculiar psicología tiene su correlato político en la manía de algunas convicciones e ideologías de insistir en que todos hagamos lo que dicen. Que, para ponerlo en sencillo, se traduce en joder la vida del vecino.
Una variedad de académicos explican que muchos se inclinan por opciones políticas autoritarias y postulan así el modelo del padre estricto. George Lakoff lo puso en la agenda mediática estadounidense al señalar la paradoja del maestro que vota por los republicanos mientras estos le cortan el financiamiento a las escuelas. Como el padre que atropella a los hijos, la razón dada es que el damnificado no reconoce lo que le conviene: «Es por su bien».
La teoría explica la lógica autoritaria, pero no quita un ápice al problema que causa: ¿por qué darles a los demás una vida aún más difícil de la que ya tienen? Vamos a lo concreto.
Supongamos que usted es marero. ¿Cómo llegó aquí? Si atendemos la voz de quienes se arriesgan a bucear en el «bajomundo», la constante del que va a parar allí es una vida dura. Con padres a medias, mala infancia, peor juventud, sin dinero, sin caricias y sin alegría. El dolor es la más grande certeza que habrá conocido. Ahora mata para vivir y eventualmente morirá bajo la misma ley de sangre. Entonces viene el político/ideólogo/padre estricto y propone cárcel y castigo. Mejor aún, muerte en la noche como limpieza social. Ante una vida jodida, joderla más.
Supongamos que hoy es madre soltera. Y de las pobres. ¿Cómo llegó allí? Sin escuela, un padrastro abusó de usted a los 11 años. Desde entonces la cosa nunca paró. Una hilera de novios abusó de su autoestima tanto como de su cuerpo, cada uno desechándola al siguiente más ruin. Hoy tiene dos hijos e incuba maltrecha un tercero. Apenas vive de las sobras de los mismos ingratos que la explotan. Ahora viene el político/ideólogo/padre estricto y propone: «¿Transferencias condicionadas? ¡Jamás!». Enseñar a pescar, no dar pescado a esas vividoras. Y ni se hable de anticonceptivos, que son pecado. Ante una vida jodida, joderla más.
Supongamos que nació indígena y en el campo en medio de la guerra. Temor, violencia e injusticia son los signos de su biografía. Viene ahora el político/ideólogo/padre estricto y propone la solución: haga lo que digo, calle, olvide y busque empleo. Sonría, no pida justicia, que dar voz a la indignación por el desaparecido es ser terrorista. Merecida la desventura del vividor del conflicto.
Una y otra vez, ante la desgracia patente del otro, la receta se repite: culpar y, como corolario, castigar. Reconozca su culpa, exigen —ya pecado, pereza o rebeldía, qué más da—, y el castigo lo hará mejor. Aunque termine de vivir su breve y mala vida en dolor, en angustia.
Sin embargo, hay un pequeño pero importante tropiezo en todo esto. Es que la propuesta se construye sobre una falsedad dicha no a otros, no al mundo, sino al mismo que la proclama. Es la mentira para no sentir la vida de los otros, para evitar compadecerse. Porque es más fácil dar palo, dejarlos afuera, donde no se vean, donde no se sientan. Quienes compadecemos escasamente resolvemos el problema del otro. (Al fin, ¿cuánto puedo hacer yo para cambiar la vida de tanto marero, de tanta madre soltera, de tanta viuda de guerra? Muy poco). Pero al menos asumimos la carga del dolor ajeno, de la responsabilidad propia. Resulta más fácil culparlos y desentenderse, lavarse las manos como un nuevo Pilatos: «Allá ellos».
Así que, en adelante, si quiere seguir culpando y castigando, entienda que lo hace por usted, no por los demás. No por el marero, sino por usted. No por la madre soltera, sino por usted. No por la viuda, sino por su propia y maltrecha conciencia. Piense lo que quiera, haga lo que quiera con su propia vida, pero, por favor, deje de joder a las víctimas.
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