Prólogo
En Guatemala existe un vacío grande en la narración erótica escrita por mujeres. Este libro, largamente gestado, quiere contribuir a llenar este vacío con una recopilación de relatos eróticos escritos tanto por autoras consagradas como por autoras que irrumpen por primera vez en la literatura. Son relatos escritos desde diferentes miradas femeninas y, por ello, enormemente diversos en su narrativa y abordaje del erotismo y la sexualidad, relatos llenos de matices. Quizás por ello, es fácil reconocerse en alguna voz, en algún gesto, en algún paisaje.
Hago recuento de cuanto cuerpo atraviesa estas páginas, territorios sexuales donde puede acontecer todo lo posible.
Cuerpos límpidos, cristalinos, traslúcidos, puros, levísimos; cuerpos cándidos y virginales; cuerpos crisálida, que empiezan a ser, que no son todavía. Cuerpos que tiemblan, primigeniamente, se contraen y cimbrean.
Cuerpos célibes, cuerpos de aprendiz torpemente transitados, cuerpos agazapados, en la espera, de un versado sexo iniciático y bautismal –que a veces tarda, que a veces no llega–, que los lleve al éxtasis.
Cuerpos sacrificados, incautados, acuartelados, confinados, conspirados; cuerpos enmarañados, larvados; cuerpos urdidos, desgarrados, desechados, domesticados, sometidos por falo-cuerpos anodinos o despiadados. Cuerpos sin cuerpo que quiebran su destino, maduros cuerpos de mujer que desafían el hastío de lo cotidiano, cuerpos absueltos de la soledad o la rutina, cuerpos liberados de la culpa de querer ser sexo cundido, piel doliente, carne trémula.
Cuerpos abandonados, ignotos, deshabitados, silenciados; cuerpos anestesiados, absortos, en zozobra; cuerpos baldíos, aletargados o postergados; cuerpos aplazados que devienen jardín, pentagrama o lienzo. Cuerpos nutricios.
Cuerpos adúlteros, para ser; o que para ser, lo fueron en otros cuerpos. Cuerpos fingidos. Cuerpos como confín, como filtro, como corteza o frontera; cuerpos en tránsito, cuerpos de despedida y al encuentro, cuerpos huidos que regresan, cuerpos de ida y de vuelta; cuerpos que miden y tantean, que emplazan y provocan; cuerpos en los que saciarse, a los que asomarse, en los que sumergirse; cuerpos intuidos, imaginados, cuerpos fetiche.
Cuerpos que se conocen, reconocen, recorren y corren en la íntima compañía de las propias manos –por ágiles dedos exquisitamente explorados– y, aún, de las propias lenguas, hasta donde llegan. Cuerpos significados, liberados, rebeldes, en resistencia; cuerpos ávidos, imantados; cuerpos que se acomodan, se encajan, se frotan, se enredan. Cuerpos que se penetran, y se vienen, corren…
Cuerpos que podrían ser de vírgenes o de putas.
Cuerpos con vaginas como gruta, como aljibe, como abrevadero, como refugio, como santuario o altar, donde se sacian lenguas, se derraman falos, penes o vergas y se santifican deseos y pasiones.
Orgásmicos cuerpos de vaginas incitantes y excitantes, vaginas fluyentes y confluyentes, vaginas parpadeantes y galopantes; vaginas urgidas, complacientes, anhelantes; vaginas libérrimas, rijosas, ávidas, voraces, lascivas; vaginas litúrgicas, liminales, rituales y místicas, vaginas sacramente ungidas o redimidas.
Vaginas de soliloquio y vaginas de trilogía; vaginas de amor propio. Vaginas de libre acceso y de vía restringida, vaginas de cámara y de recámara, vaginas que no van a ninguna parte y vaginas con mundología.
Vaginas de sexo locuaz y delirante, de sexo evocado y convocado, sutil o expeditivo. Vaginas de sexo anticipado, intuido, presentido, imaginado y vaginas de sexo cumplido, acontecido, consumado.
Cuerpos, al fin, como el mío.
Silvia Donoso López
Ester
Tania Hernández
Se llamaba Ester y yo la odiaba. Su falda larga, su pelo recogido, su sumisión. La conocía de mis épocas de niña buena, siempre detrás de las faldas de mi madre. Ambas éramos tímidas y, cuando nuestras mamás se saludaban en la iglesia, apenas si cruzábamos palabra. Ni en la calle, ni en la iglesia, ni en la escuela dominical. Luego, en la adolescencia, ella se integró de lleno al grupo de jóvenes y yo me fui haciendo cada vez más escéptica en cuestiones religiosas. Así que apenas coincidíamos en tiempo y lugar. Puedo decir que en todos estos años nunca le escuché decir mucho más que dos o tres palabras. Hasta el día en que mi madre la metió en mi cuarto, en uno de tantos intentos por exorcizar, con estudios bíblicos, el demonio literario que, según ella, me mantiene alejada de la fe verdadera. A mi madre le encanta jugar a buscar en la gente los santos y demonios que los habitan. —Dios me ha dado una misión —le dice a mi padre muerto, durante las conversaciones que suele tener con él a altas horas de la noche. Yo también hablo a veces con mi padre. Pero no de religión. Ni de Ester.
I. Escuché su voz
—Pasa y siéntate si quieres, pero no me interrumpas, que estoy inspirada, —le dije a Ester cuando entró a mi cuarto. Sin apenas mirarla, seguí escribiendo versos en mi cuaderno. Ella se sentó en la silla que estaba en la esquina, puso la Biblia sobre sus piernas, y la abrió en una página escogida al azar. Obviando por completo mi petición, empezó a leer en voz alta. Déjame oír tu voz, porque tu voz es dulce, decía el verso que había señalado su dedo, y, en verdad, su voz era muy dulce, pausada, como si saboreara cada palabra que caía en su boca. Dejé a un lado mi cuaderno y cerré los ojos. Su voz se convirtió en serpiente de azúcar que buscaba refugio en mi cuello, en mis pechos, en mi vientre y que se caramelizaba en el momento en que se iba metiendo en los lugares más recónditos de mi cuerpo. No era tanto lo que leía, sino cómo lo leía. Podría haber estado leyendo el resultado del censo que hizo Moisés en Egipto, que el efecto habría sido el mismo. Me senté a la orilla de la cama, y la interrumpí con otro verso de El cantar de los cantares, Levántate amada mía, hermosa mía, y ven conmigo. Señalé un espacio a la par mía, sobre la cama. Ella me miró sorprendida de que yo me supiera versos de la Biblia de memoria. —Pondría más atención si leyéramos juntas, —le expliqué. Entonces accedió y se sentó conmigo en la cama. Leímos algunos versos más. Al finalizar el canto, le acaricié el rostro y la besé en la mejilla. Ella dudó un momento, luego se levantó de un salto y se fue sin despedirse.
II. Don de lenguas
Pensé que después de ese encuentro fallido, Ester no volvería más. Sin embargo el miércoles estaba allí de nuevo, a la hora que había concertado con mi madre. Tocó a la puerta de mi cuarto y cuando abrí, entró sin apenas verme. Se fue directo a mi cama y se sentó. Abrió de nuevo La Biblia al azar y comenzó a leer el pasaje que, según ella, la inspiración divina le había señalado. Era el libro de Ruth: ¿Por qué he hallado gracia ante tus ojos para que te fijes en mí, siendo yo extranjera? Intentaba modular su voz, pero era obvio que estaba muy nerviosa. Me senté a la par de ella. Me acerqué, le acaricié la mejilla y le susurré al oído:
—Porque me gustas, Ruth.
Le tomé el mentón, volteé suavemente su rostro hacia mí y le di un beso rápido, pero muy tierno, sobre la boca. Ella se levantó de nuevo, pero esta vez la agarré del brazo y no la dejé ir.
—¿No te gusto?
No me respondió. Me puse de pie y la abracé. Los latidos de su corazón eran tan fuertes que casi traspasaban mi cuerpo. Me abrazó y nos quedamos así, unidas, unos minutos. De pronto me separó con violencia y me tiró sobre la cama.
—Dios te ama —me dijo en voz alta, con ese tono de teleshopping que tanto odio en los predicadores que salen en la tele vendiendo religión.
—Ya lo sé —le respondí fastidiada.
Se acercó a la cama y se acostó a la par mía. Me acarició el cabello y dijo en voz muy bajita —Y yo también. —La volteé a ver incrédula. —Pero, ¿entonces...? —Siempre me gustaste, pero tu madre, —me dijo señalando a la puerta— si no te enseño nada, no me paga, y de veras necesito el dinero, —sonrió. La tomé de la cintura y con voz grave le dije —Entonces enséñame todo lo que quieras. Nos besamos apasionadamente. No había duda de que esa niña había sido bendecida con el don de lenguas.
III. Inmersión
Siguió llegando a la casa. Ella me enseñaba La Biblia, yo a ella poesía, y en las pausas nos ejercitábamos en el amor. A veces combinábamos todo al mismo tiempo. Un día, por ejemplo, llegó muy seria y me dijo, Desde hoy te llamarás Saraí, ese era tu nombre antes de que Agar entrara en desgracia ante tus ojos por culpa de Abraham. Saraí, heme aquí soy tu esclava.
Sacó un pañuelo de su bolso con el que me hizo amarrarle las muñecas, muy suavecito para que pudiera zafarse cuando quisiera. Alargó el cuerpo de tal forma que tocaba la cabecera con la punta de los dedos y el pie de la cama con sus pies. Besé sus manos frías y su cuerpo caliente. Subí su falda hasta la cadera y le quité las medias. Me encantaba ver sus pies desnudos tensarse y relajarse mientras mi mano se acercaba y se alejaba de su ropa interior al acariciar sus piernas. Cuando mis dedos llegaron por fin al lugar deseado se encontraron con una humedad ardiente. Hice a un lado la tela mojada. Su mirada y sus gemidos, muy calladitos, me indicaron que siguiera. A la duda que se reflejaba en mi rostro, me respondió concisa:
—Mi novio.
Las noches siguientes las pasaría imaginándome y hasta fantaseando con Ester en la cama con ese otro que yo no conocía, pero en el momento de la confesión no tenía más significado que el de un pase de entrada para sumergir de lleno mis dedos entre sus labios húmedos e inflamados. Mi otra mano se ocupaba de sus pechos, cuyas puntas se erguían hacia mí intentando traspasar la muralla de su blusa. Ester se mordía los labios cada vez de forma más intensa, con tal de no gritar. Tuve que parar antes de que sus dientes le hicieran más daño. Le di a beber el sabor de su sexo con mis dedos, para luego besar y penetrar con mi lengua su boca lastimada. Absorbí con mis labios sus gemidos, hasta que llegó el orgasmo.
Agar, mi esclava bella.
Se zafó el pañuelo y me abrazó todavía temblando,
Saraí, mi ama y Señora.
IV. Misionarias
Entre estudio y juego, y estudio del juego, las vacaciones pasaron de prisa como si las persiguieran, y cuando nos dimos cuenta ya se había ido el mes, mis clases en la universidad comenzaban, y el matrimonio de Ester se acercaba cada vez más. Con el curso bíblico y otros trabajitos, Ester había ganado suficiente dinero para cubrir sus gastos personales durante el viaje de estudios para misioneros que haría con su futuro esposo a Estados Unidos. El último día de nuestra “clase”, en lugar de la Biblia llevaba bajo el brazo el libro de Pepita García Granados que yo le había regalado. Como siempre, se sentó sobre mi cama, abrió el libro, y me leyó el poema “Despedida”, de principio a fin. En respuesta repetí, con lágrimas en los ojos, uno de los versos del poema: Si a lo menos conmigo llevara, la esperanza que en mí pensarás.
—Cómo podría olvidarte —me dijo ella mostrándome el libro— ¿no ves, amiga adorada, que me contagiaste tu hermoso demonio?
—No te hagas la santita, que tú también me diste el tuyo —le dije rozando su falda donde terminaba su vientre. Fue la última vez que nos vimos. No quise ir al casamiento. Me conozco, no soy así de fuerte. Me enteré de los detalles de la boda en las pláticas nocturnas de mi madre con mi progenitor, en las que le contaba desde lo lindo que era el vestido, hasta lo ansiosa que parecía la novia, posando la vista, cada cierto tiempo, en la puerta de la iglesia.
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*F&G Editores, febrero de 2015, 1era. edición. 230 págs.
*Con relatos de: Tania Hernández, Silvia Donoso López, Elizabeth Rojas, Josefina Rosito, Ana Fortuny, Carolina Escobar Sarti, Lorena Flores Moscoso, Ana Escoto, Nicté Walls, Patricia Cortez Benfeldt, Lorena Medina, Nicté Walls, María Luarca, Ana Lucía Sarg Hernández, Ana María Jurado, Carol Zardetto, Ana Escoto, Famny Zulema Martínez Martínez, Nadya González, Ana María Jurado, Denise Phé-Funchal, Alejandra María Osorio Morales, Vanessa Núñez Handal, Marilinda Guerrero Valenzuela, María Luarca, Liliana Espinoza Núñez, Patricia Fernándes, Ilka Oliva Corado, Claudia Valenzuela, Valeria Cerezo, María Olga Fernández, Valeria Cerezo, Mónica Harvin.
*Presentación: 14 de febrero, 19 horas, Centro Cultural de España. Comentan: Ana María Rodas, Denise Phé-Funchal y Silvia Donoso