«Los caminos de la vida / no son como yo pensaba, / como los imaginaba. / No son como yo creía. / Los caminos de la vida / son muy difícil de andarlos, / difícil de caminarlos, / y no encuentro la salida...», dice la canción del colombiano Omar Geles que con Vicentico, el argentino Gabriel Julio Fernández Capello, alcanzó su mejor interpretación.
El verso inicial de esta canción, entre nostálgica y reflexiva, empalma con el presente del mundo, pues la humanidad entera atraviesa momentos en los que nada es como se quisiera y todo se complica. De hecho, si bien Europa y Asia estimulan la esperanza por dejar la cuarentena y América cuenta los días para tomar el nivel del Viejo Continente, la realidad es que la duda domina a la certeza.
Con la mirada en España e Italia y los oídos en Estados Unidos, México, El Salvador y más recientemente Costa Rica, la sociedad guatemalteca está en un punto que puede definirse como ni frío ni caliente, ya que los pronósticos van del optimismo a la desazón sin que uno u otro dispongan de los argumentos para convencer o persuadir. En lo único que sí se nota uniformidad es en que las restricciones se cumplen a medias.
Nos acercamos a los 105 días sumidos en la emergencia que detuvo la dinámica nacional. Con una secuela de poco más de un millar de casos confirmados, apenas rebasamos el centenar de recuperados y los decesos casi llegan a las tres decenas, según las cifras oficiales, que, por la fase en que nos encontramos, exponen una tendencia al alza.
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Preocupación, dolor y temor son las sensaciones más constantes derivadas de ese recorrido que nadie pensó y que hoy nos tiene en un laberinto. Aunque algunas voces no creen que la covid-19 sea tan letal como se afirma a pesar de los números que patentizan su impacto, esta vez de una u otra forma se debe admitir que el coronavirus está a la vuelta de la esquina.
A diferencia de los golpes que la represión causó entre 1960 y 1996, cuya evidencia determinados sectores descalifican, o de las prácticas excluyentes que los mismos grupos aseguran que no ocurren, la presencia y los efectos de la pandemia son innegables.
Y es que, cual letanía, cada día fluye la información que nadie quiere escuchar, pero que la mayoría espera con la ilusión de que en ella vendrá la buena nueva. Lejos de eso, entidades primero privadas y después públicas han comenzado a divulgar que entre su personal han surgido contagios, reconocimiento que más temprano que tarde resultará ocioso porque estamos en la etapa de crecimiento, tal cual anunciaron los epidemiólogos.
Más que centrarse en la aritmética de los casos, la sociedad y las autoridades tendrían que enfocarse en, además de cuidar los protocolos de prevención, valorar los diversos actos de solidaridad ciudadana, el esfuerzo continuo de los cuerpos de socorro y las acciones de quienes contribuyen a la solución. Esos ejemplos deben aplaudirse. Por el contrario, la práctica de la especulación de quienes materializan aquello de «unos en la pena y otros en la pepena» debería censurarse por inhumana y desleal.
También vale mencionar que, entre la fuerza laboral, el país ha sufrido despidos, reducción de salarios, cierre temporal del acceso a fuentes de ingresos y otras disposiciones que han herido a pequeños, medianos y grandes trabajadores. Llevar a casa la ejecución de las atribuciones es un recurso que en la coyuntura ha permitido servir y atender, pero, indudablemente, en el corto plazo tendrá que ser objeto de legislación porque sin ella esa dinámica tiene muchos cabos sueltos.
Y en ese ámbito del empleo no está de más señalar que en las esferas donde no ha faltado ni se ha disminuido el pago, el compromiso por cumplir las responsabilidades es inmenso. En esas áreas de la administración pública no hay pretextos ni justificaciones para no ocuparse, sino que corresponde dar las gracias por que la quincena ha estado llegando puntual.
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