Algunas de las mínimas diferencias genómicas que distinguen al hombre del mono han sido ya identificadas: flipan los creacionistas, pero es un hecho que nuestro genoma y el del chimpancé comparten una similitud aproximada del 98.9 %. Eso quiere decir que solo el 1.1 % de nuestro ADN es diferente. Vaya creación especial que somos. Eso sí, ese 1.1 % tiene estrecha relación con lo que nos hace fundamentalmente humanos.
De eso precisamente, sobre lo que nos hace humanos, se ha escrito tanto, y ha sido la filosofía la que más ha provisto argumentos. Sócrates, Platón, Kant o cualquier otro titán de la filosofía dirá que es necesario ser consciente del debate entre la libertad y el ámbito de un mundo sujeto a leyes dictadas por la naturaleza. Como opuesto a lo científico, los antiguos plantearon el ámbito de la convención, del consuetudo, de la práctica, del acuerdo, de aquello que era en apariencia producto de la volición. Consuetudo versus natura ha sido el viejo campo de guerra. Y Occidente construyó el metarrelato respecto a que la lucha permanente del ser humano se gesta contra los instintos y las pulsiones, con lo cual se sostiene el contrato social, pero se recibe a cambio la represión.
Nada ejemplifica mejor esto que el tema del matrimonio y la dinámica contemporánea de las denominadas relaciones abiertas. En relación con lo último, Netflix ha producido la excelente serie Wanderlust (expresión anglosajona que significaría pasión por el viaje —entre camas—). La serie tiene esa capacidad de plantear dilemas éticos que, en efecto, son interesantes: ¿tiene sentido la monogamia más allá de asegurar una descendencia legítima?, ¿en serio la fidelidad sexual es un valor absoluto para sustentar el pacto social? Por favor. ¡No nos quedamos con el mismo celular toda la vida! Y un celular puede ser más útil que muchas personas juntas. ¿Y si la infidelidad no es otra cosa que un constructo social arcaico? O, como me gusta verlo a mí, es simplemente una sublimación de un instinto primitivo, común en mamíferos superiores, en los cuales se protege a la hembra fecundada para asegurar que las crías sean legítimas. Los celos y la infidelidad cual situaciones humanas son quizá idioteces que, en un cálculo racional, perfectamente pueden hacerse a un lado para dar pie a una dinámica atrevida que oxigene una relación de años. Al menos ese es el argumento inicial de esta serie. Basta con una discusión adulta y madura para atreverse a una relación abierta.
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Buena parte de esta serie va a girar en torno a qué tanto los actores del juego están dispuestos a llevar la dinámica cumpliendo las reglas. Y aparecerán cuestiones interesantes de discutir. Dentro de ellas destaca la siguiente: ¿es justo cosificar a un tercero para obtener gratificación? Kant diría que no, que ello es esclavizar, pero posiblemente más de algún liberal —como Rawls o Nozick— dictaminará que, si la relación es consensuada entre adultos y se limita al espacio privado, no hay problema alguno. Sandel dirá que, frente a una moral objetiva, cívica y que fomente virtudes, tal acción carece de sentido. Los antiguos griegos intentarían dictaminar quién es el erómenos y quién el erastés, y los economistas se preguntarán si esto es un juego de suma cero o de suma positiva. Sí, la serie tiene detalles que hacen pensar. Otra cuestión interesante que aparece: ¿existe en realidad la posibilidad del sexo sin amor? La serie mostrará lo complicada que es esa posibilidad, y sobre tal dilema (el del poliamor) se construirán varias escenas que bien podrían evitarse entendiendo un poco de química.
A ver. Como dice una poetisa que aprecio, hay que «pinchar la nube». ¿Qué somos en realidad? ¿Creación perfecta? ¿Algo ligeramente inferior al creador, pero incluso superior a los ángeles? ¿Somos el centro del universo y la medida de todas las cosas? Pamplinas. Somos simplemente bolsas de carne y hueso determinadas por procesos químicos internos que nos permiten percibir la realidad, funcionar, sociabilizar, reproducirnos, etc. La sociabilidad que caracteriza a los seres humanos funciona precisamente porque, en la medida en que los acciones producen bienestar, se va excitando el centro de placer del cerebro, que así libera sustancias químicas que nos hacen sociables. ¿Y lo que llamamos amor? ¿El toque de Eros de El banquete? Nada que ver. Las culpables son las feromonas, sustancias que otros tantos animales también secretan y que producen modificaciones en el sexo opuesto para generar atracción. Cuando una pareja baila junta, se produce un torrente brutal de feromonas que podría generar la llamada atracción instantánea (también denominada muerte por su propia mano). Luego del orgasmo, el sistema límbico del cerebro libera la hormona oxitocina, que crea el vínculo entre los amantes. ¡Vaya! Hasta el vínculo madre-hijo es producto de la química.
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Lo interesante de la serie Wanderlust es presenciar cómo personas que actúan pensando que la libertad plena existe desconocen que no hay manera de evitar el reino químico de la necesidad. A un contacto sexual mayor, repetido y prolongado, es muy probable que la bomba de hormonas nos haga perder la cabeza por alguien en razón de la cantidad de dopamina, serotonina y oxitocina en el torrente sanguíneo. Cuando la relación se termina, el dolor que se experimenta es producto de la falta de dichas sustancias, lo que hace del proceso del desamor algo similar al de desintoxicación que sufre un adicto cualquiera. Es decir, toda la poesía romántica, los boleros, etcétera, son odas a la química. ¿Y lo que llamamos infidelidad? Estudios recientes de las universidades de Kaplan y Binghamton muestran que un gen denominado DRD4 contiene las instrucciones para construir los receptores de la dopamina. Esta se activa por medio de recompensas naturales. Por lo tanto, la necesidad enfermiza de salir y tener sexo con otros no sería más que un efecto del sistema de placer del cerebro, que libera dosis de dopamina que no todos pueden controlar.
La guerra real no es entre filósofos y teólogos, como la quería pintar Lev Shestov. Tampoco es una guerra entre el bien y el mal por parte de seres imaginarios que nos afectan. La cuestión es la capacidad de las normas sociales artificiales de dominar conductas guiadas por procesos químicos determinantes. Wanderlust presenta dilemas éticos interesantes, legítimos de discutir, pero, si reconocemos que, en efecto, no somos más que bolsas de carne diseñadas biológicamente para copular y sostener la especie (el tejido epidérmico más sensible en el cuerpo no está en las manos, sino en el la zona genital), no cabe duda de que se vive más tranquilo si se entiende la química de las irracionales emociones.
Y lo ridículo de los convencionalismos.
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