Allí, como en otros países africanos, el mercado es un espacio de mujeres. Adoraba estar en medio de aquellas vendedoras azabache, donde yo parecía un grano de arroz huérfano. Mientras buscaba los mejores tomates, la yuca más suave, la papaya mas jugosa, escuchaba que en susurro me llamaban la pomba branca (paloma blanca). Aquella frase no era despectiva, pero indicaba claramente que era la diferente. De hecho, fue la primera vez en mi vida que tuve esa sensación de no pertenecer, de estar afuera. Antes había vivido en otros países, pero en todos ellos pude camuflarme. Lograba, sin abrir mucho la boca, pasar por paisana, pero ahora, en este archipiélago africano, mi color de piel me delataba.
Esa sensación de verme y sentirme diferente (y de que me vieran y sintieran diferente) me hacía sentir incómoda. Ser diferente o que te perciban como tal no es algo que los humanos podamos procesar con facilidad. El psicólogo social Solomon Asch demostró con sus experimentos que las personas poseemos un instinto ancestral social para protegernos de ser marginados, de ser diferentes, para evitar que el grupo nos excluya. Por este instinto ancestral, esta pomba branca deseaba de corazón ser de ébano y pertenecer a aquel mar negro, hermoso y radiante.
Sin embargo, cambiar el color de la piel no era posible. Nací con la tez blanca y ni siquiera una máquina de bronceo me lo quita. Sencillamente hay cosas que no se pueden modificar. Igual pasa con nuestra orientación sexual o con nuestra identidad de género: nacemos con estas características y nada ni nadie las puede cambiar. A propósito de esto, recientemente la OMS eliminó las identidades de género del listado de trastornos mentales. Un paso adelante para eliminar prejuicios y falsos argumentos.
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Nadie puede pretender cambiar el color de la piel. Solo hay que aceptar que somos distintos. Lo mismo sucede con las personas que buscan un espacio particular en el abanico de la diversidad sexual (LGBTIQ+). No se trata de cambiar a los otros, sino de solo respetarlos como son y, sobre todo, de no discriminarlos.
Podemos hacerlo con facilidad porque conocemos de cerca la discriminación. Seguramente muchos de nosotros la hemos vivido en carne propia. Quizá por ser extranjero, por ser mujer, por ser pobre, por ser indígena, por pensar distinto, por tener otra religión, por comer otras cosas… En fin, por ser diferente. Si alguna vez has sido excluido o apartado, sabes lo que se siente ser discriminado, ser rechazado. La empatía no está pegada al cielo ni hay que esperar a ser santo para practicarla.
Empar Pineda, una feminista española, dijo hace algún tiempo: «Con algunas mujeres puedes caminar 3 kilómetros, con otras 20 y con otras 100, pero debemos ir juntas». Lo decía para referirse a que, en la lucha por nuestros derechos, algunos estarán dispuestos a llegar hasta el final mientras que otros solo nos acompañarán una parte del camino.
Siguiendo este argumento, hoy quiero apelar a tres kilómetros de respeto y a un gramo de empatía en la lucha por el respeto de la diversidad sexual. En esta batalla cabemos muchos porque muchos hemos sido discriminados y sabemos lo que se siente. No es necesario que salgas a gritar sus consignas o que te rasgues las vestiduras defendiendo sus batallas. Basta con que no discrimines al vecino homosexual, con que no desprecies al transexual que pasa enfrente de ti, con que no rechaces a las lesbianas que se besan en la calle. Basta con eliminar los prejuicios y abrir un poquito el corazón.
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