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Tolerar a autócratas, ¿hasta cuándo?

Lo fascinante del “Autócrata” es que no solo se produce en el ámbito de la política o de lo político, sino que se manifiesta en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
Hoy en día nos encontramos con la tesitura de votar a un general acusado de ser responsable de los mayores genocidios en el siglo XX, o a un civil acusado de estar vinculado a las redes del narcotráfico.
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Tolerar a autócratas, ¿hasta cuándo?

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Hace muchos años, en torno a los años 20, un miembro ilustrado de las grandes familias de la oligarquía guatemalteca, Carlos Wyld Ospina, escribió una famosa obra titulada “El Autócrata” en la que relataba el carácter y la personalidad de uno de los dictadores más sangrientos de la historia de Guatemala, Manuel Estrada Cabrera.

Este personaje real ha servido a más de un escritor para inspirarse y escribir las mejores novelas y ensayos sobre los dictadores en América Latina: El Señor Presidente de Miguel Angel Asturias; Ecce Pericles, de Arévalo Martínez; y El Autócrata de Wyld Ospina; nos permiten ejemplificar cuál es la personalidad del autócrata guatemalteco, cuáles son sus rasgos psicológicos, sus estrategias y mecanismos de control, así como su capacidad de generación de amplias redes familiares y de negocios, sobre las que apoyó su poder y sobre todo, a través de qué mecanismos estableció el sistema de clientelismo y subalternidad que han calado profundamente en la mentalidad del guatemalteco. Hasta tal punto que hoy en día nos encontramos con la tesitura de votar a un general acusado de ser responsable de los mayores genocidios en el siglo XX, o a un civil acusado de estar vinculado a las redes del narcotráfico, como un mal menor y sobre todo, como una salida a nuestros malestares, a la inseguridad en la que vivimos y al temor frente un futuro incierto.

 

He estado en Guatemala unos pocos días y he vuelto a sentir en las personas esa sensación de miedo y desamparo, de inseguridad y de incertidumbre y me he preguntado: ¿en dónde descansan los resortes de este autoritarismo? La respuesta sin duda radica en un único mecanismo “el miedo”, el terror a desobedecer al tirano, el miedo a no ser tocado por sus favores o a ser tildado de traidor y ser castigado con la ira, la furia, el desprecio o la muerte del autócrata; el miedo a disentir para dejar de ser de la mayoría silenciosa, el miedo a ofender al autócrata y causar su enfado, recelo o furia, el miedo a hablar, a expresarse libremente; el miedo a votar.

 

Lo fascinante del “Autócrata” es que no solo se produce en el ámbito de la política o de lo político, sino que se manifiesta en todos los ámbitos de la vida cotidiana; en las familias patriarcales, en los negocios patrimoniales, en la vida cotidiana, el miedo es algo que se vive, se transpira, se contagia, invade todo el ambiente social y político y lo que es peor, se expresa en el ámbito de la economía.

 

Los rasgos del autócrata y de la autocracia combinados con el control del poder de las redes familiares están presentes en todos y cada uno de nosotros y se manifiestan de múltiples formas y llega hasta no permitirnos movernos, responder, caminar, decidir; es más, no permite ni siquiera hablar por el temor a ser castigado, ridiculizado, humillado o simplemente descalificado.

 

Estos mecanismos de dominación y de control han creado en Guatemala una forma muy peculiar de dominación que sobrepasa el clientelismo de otros países con características similares a las nuestras como: Brasil, Perú, Argentina o México. Nos preguntamos, ¿cuál es la diferencia entre ellos y nosotros, los guatemaltecos, y los demás centroamericanos? Resulta difícil contestar, pero sin duda la diferencia radica en que en el resto de América Latina, esa etapa de autocracia y dictadura basada en el carisma del jefe y en la obediencia omnímoda del subalterno finalizó o se vio mermada con la entrada de las democracias o de los populismos o de la economía de mercado y de la globalización, porque la estructura de poder de esas sociedades carismáticas y subalternas no estaban fundadas en el poder omnímodo de las redes familiares como estructuras de larga duración que se reproducen, mimetizan y se transforman, pero que no cambian casi nada desde el siglo XVI hasta el siglo XXI.

 

En sociedades como las nuestras, por la cultura del miedo y de la subalternidad, cuando muere un autócrata siempre hay otro para reemplazarle, mejor o peor, pero siempre emerge una figura prepotente, soberbia, autoritaria, racista, que está dispuesta a “salvar la patria”, la nación, la familia o los negocios frente a los embates externos del comunismo, del narcotráfico, de la competencia o de cualquier agente exógeno que ose poner en peligro su dominación; por eso es por lo que los autócratas no mueren, no porque ellos sean eternos, que afortunadamente no lo son, sino porque nosotros con nuestros miedos, inseguridades, angustias, los recreamos, los reproducimos, los agrandamos, cuando en el fondo no son más que tigres de papel, como el mago de Oz que tras la figura, no se esconde más que un pobre diablo, con un micrófono que lo hace más grande y más fuerte.

 

No hay más que temor, recelo y desconfianza de ser destronado, no hay más que triquiñuelas baratas e infantiles, estrategias ingenuas y trasnochadas, formas de comprar lealtades y silencios cómplices para sobrevivir, no hay más que amenazas y empleo de la represión y de la violencia como formas de mantener el poder.

 

¿Hasta cuándo perduran los dictadores? Buena pregunta que la historia suele responder con bastante claridad: hasta que un conjunto de individuos, de ciudadanos, de personas, de pueblos jóvenes, ancianos, mujeres valientes digan: ¡Basta ya!

 

No hay más que echar un vistazo a los últimos acontecimientos en los países árabes, Túnez, Egipto, Libia, o los últimos acontecimientos de una sociedad joven cansada de engaños y penurias de Israel o de España.

 

Pero mientras nosotros no les callemos, no les detengamos, no nos enfrentemos, no les votemos, no digamos ¡hasta aquí no más, basta ya!, van a sobrevivir de generación en generación intimidándonos en todas las facetas de nuestra vida, familiar, social, política, económica; hasta que nosotros no pongamos fin a esa forma de dominación arcaica y decimonónica, no tendremos otra forma de entender el poder y de reproducir la dominación y esta forma va a ser el autoritarismo barato de los autócratas, el poder omnímodo de los dictadores de turno.

 

¿Cuáles son los rasgos psicológicos del dictador y por qué nos producen miedo? Es esta una pregunta que cualquier guatemalteco que quiera salir de la incertidumbre y quiera sentirse libre para opinar, votar o tomar decisiones por sí mismo, tendría que analizar y sondear profundamente sobre los mecanismos psicológicos que le impiden ser libres.

 

El primer rasgo psicológico del dictador es demostrar su fuerza y su poder de todas las formas posibles a su alcance: el dinero, el empleo de la fuerza física y psicológica, su total control de toda su clientela, el hecho de constatar que no hay más palabra que la suya; no hay más opiniones ni tomas de decisiones que las suyas.

 

Otro rasgo es su infalibilidad, estos autócratas nunca se equivocan, son simplemente perfectos y siempre tienen la razón, los que se equivocan son los otros, por débiles, ignorantes, disidentes o traidores.

 

Otro rasgo es que compran voluntades y silencios y emplean todas las estrategias a su alcance para lograrlo. Si pueden dominarnos por el miedo lo hacen, si pueden comprarnos con dinero lo hacen, y si no puede emplear esos métodos, compran voluntades y poder a través de ofertas de cargos y prebendas o si no compran silencios, por errores o debilidades de los otros.

 

Su discurso siempre es apocalíptico y paranoico, siempre hay un enemigo externo que nos está amenazando y pone en peligro nuestro valores, nuestra familia, nuestros negocios, nuestra patria o nuestro futuro y, por eso, tenemos que estar unidos y debemos sacrificarnos en aras de la patria, la nación, el negocio o la familia. Siempre estamos amenazados por alguien o por algo y por eso tenemos que callar y aguantar.

 

El enemigo externo varía según los tiempos y las circunstancias, unas veces serán los liberales, otras los conservadores en el siglo XIX, otras veces será la iglesia o los comunistas, ahora son los terroristas internacionales, los narcotraficantes o las corporaciones internacionales que nos quieren quitar nuestras empresas y atentan contra nuestros principios de unidad familiar o nuestra unidad nacional. Siempre hay algún enemigo externo que requiere nuestro silencio, nuestro voto o nuestro apoyo incondicional.

 

Otro rasgo típico de su discurso es que son los salvadores de la patria, de la nación o de la iglesia, de la familia o de la empresa y, como De Gaulle en su momento, o se está con ellos o en contra de ellos, no hay término medio. En ese discurso mesiánico o escatológico de “Yo o el diluvio”; hay que pronunciarse a favor o en contra. Esa mentalidad melodramática y mesiánica del autócrata con la amenaza del “Castigo Divino”, es lo que nos ha impedido tener un pensamiento crítico y algunas veces nos ha impedido hablar hasta causarnos la muerte física, moral o mental.

 

¿Cuál es nuestra reacción ante este discurso prelógico y acrítico? El miedo, el silencio, la cobardía, incluso la traición para ganar la confianza del autócrata… creo que el personaje de Manuel, Cara de Angel, de El Señor Presidente, refleja perfectamente esta actitud ambivalente de miedo, temor, traición y búsqueda de amparo, cobijo y seguridad en la figura del Autócrata. Podría eternizarme buscando casos y ejemplos sobre los rasgos psicológicos del autócrata y de las reacciones de sus súbditos, clientes, apadrinados, allegados o subalternos, pero ese no es el tema.

 

Se trata de hacer una reflexión como ciudadanos guatemaltecos, de hasta cuándo estamos dispuestos a aguantar a estos autócratas; hasta dónde vamos a llegar con nuestra complacencia y nuestra actitud sumisa y dócil frente a este tipo de personajes que crecen, se reproducen y se metamorfosean a todos los niveles de la sociedad; hasta cuándo vamos a permitir que la cultura del miedo y de la subalternidad nos siga dominando y que las amenazas veladas de todo tipo sigan calando en nuestras mentes y en nuestros corazones; hasta cuándo vamos a aguantar este tipo de actitudes soberbias, prepotentes y amenazantes; hasta cuándo vamos a seguir callando y dando el voto por el miedo que se apodera de todos los ámbitos de la sociedad y se va a seguir reproduciendo: ¿Cuándo vamos a decir “¡Basta ya!”? Somos nosotros los que tenemos que decir ¡Basta Ya!

 

Yo tengo derecho a hablar, a opinar, tengo derecho a decidir mi futuro, a votar libremente por lo que más me conviene y no por el que me dé más seguridad o me produzca menos miedo. No digo que se deba desestimar el miedo; yo no digo que sea fácil romper las cadenas de la sumisión, el sojuzgamiento y la subalternidad, no, no digo que es fácil. En mi caso, yo no puedo presumir de ser una mujer valiente y arrojada, me considero una mujer profundamente temerosa y he vivido más de una experiencia dictatorial y autocrática en España durante la dictadura franquista y en Guatemala durante los regímenes militares de las décadas de los 70 y 80 y acabo de pasar por una situación similar, en otro ámbito de la sociedad, en donde se repetían los mismos clichés de nuestro pasado autocrático; pero me ha recordado ese sentimiento de temor, indignación y desamparo. Lo que sí digo, a pesar de que la cultura del miedo la llevamos profundamente arraigada y que resulta difícil romper, es que tenemos que dar los pasos para decir “Basta ya”; no podemos seguir callando, ni debemos movernos por temor o por miedo a las consecuencias políticas, económicas o sociales.

 

Somos libres y tenemos derecho a opinar y a decidir sobre nuestro futuro y nada ni nadie nos puede callar ni debe de condicionar nuestras decisiones y menos estos dictadores de pacotilla que tarde o temprano terminan por caer y que, como decía Wyld Ospina en su última entrevista con Estada Cabrera cuando estaba en la cárcel, solo y abandonado por todo su gobierno, desprotegido de todo su aparato de seguridad:

 

“Nos despedimos de Cabrera. Nos tiende la diestra huesuda, la garra herodiana, que acaba de soltar el látigo ensangrentado… y nos la tiende ¡casi con afecto! Al menos, eso trasunta su presión, su sonrisa frailuna, su gesto afable.

 

Salimos. Uno de nosotros resume la impresión: es un comediante. ¡Y qué peligroso comediante aún dentro de los paredones carcelarios! Él, ahora tan discreto, tan cortés, tan poquita cosa, es quien frustró, consumió, aherrojó, esterilizó por inicuos modos nuestros mejores años, nuestros más nobles anhelos, nuestras más sagradas esperanzas, nuestras más humanas dignidades. Es su peor delito: asesinó a la juventud como a una loba, con saña de indio cazador. Atentó contra el espíritu y el espíritu le ha castigado”.

 

Pero para llegar a ese punto y enterrar al autócrata de turno, muchos guatemaltecos y guatemaltecas de la década de los 20, de todas las capas sociales, muchos de los antepasados ilustres de las familias, José Azmitia, los hermanos Castillo Azmitia, los Cobos Batres, el obispo Piñol y Batres, María Cobos; muchos intelectuales como Rafael Arévalo Martínez, Wyld Ospina, Epaminondas Quintana, Clemente Marroquín Rojas y un buen número de clubs unionistas de obreros y campesinos, dirigidos por Silverio Ortiz y los hermanos Leiva se unieron y dijeron: ¡Basta ya: El futuro es nuestro!

 

 

 

Dedicado a Margarita Carrera. 

 

*Marta Elena Casaús Arzú es doctora en ciencias políticas y sociología. Es profesora titular de Historia de América en la Universidad Autónoma de Madrid. Su trabajo más importante ha sido Guatemala, linaje y racismo, que mostró cómo la élite se ha mezclado para mantener el control del país y reproduce los imaginarios racistas. Es una apasionada de descubrir el legado de los unionistas centroamericanos, de los de verdad, que intentaron cambiar el Istmo en los años 20. Disfruta de un año sabático. Es aficionada a los bailes y a las conspiraciones. Y desde hoy será colaboradora de Plaza Pública.

 

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