Oigo a funcionarios que habrían querido llegar a ser diputados, pero estaban muy abajo en el mercado de los votos. O en inversión. O en lambisconería. Sin embargo, les alcanzó para ser burócratas medianamente importantes y ahora declaran por los medios, son invitados por estos y hablan del «proyecto de país», de los «perfiles» de sus asesores, de «la voz del pueblo y la voz de Dios». Bendecidos días.
Los diputados responden como perdonavidas a los reporteros, agresivos pasivos en un juego perverso del que ellos conocen las reglas, pero que todos jugamos. Ellos son los dueños de la pelota, de la cancha, de la portería, árbitros y jugadores. Nosotros queremos entrar, pero es imposible.
Ellos nos ven y se ríen de nosotros. Nunca pasarán las reformas constitucionales. Nunca le harán cambios a la Ley Electoral. El régimen civil de los trabajadores del Estado seguirá siendo una herramienta para colocar a sus amigos de guaro y de conciertos en plazas de asesor del tercer asesor de la subdirección de asuntos desentendidos del ministerio del misterio.
Guatemala aguanta y aguanta estoicamente. Cargamos como cucuruchos, con cara de sufrimiento, nuestra cruz-Congreso por todas las calles-nación y nos sentimos bien. La institucionalidad, la tradición, manda cargar y sufrir. ¿Cumplir con los ritos, comprar turnos o votar? Da lo mismo. Como participantes en una puesta en escena eterna, cargamos o vemos pasar la comitiva y nos sentimos bien.
Como país conservador, estamos convencidos de que el fuego purifica o castiga. Ya estamos en el infierno. Nos quemamos todos día a día, niña a niña, árbol a bosque, chofer a ratero. Todos merecemos arder. Algo habremos hecho. Nos lo tenemos merecido. Contra los designios del dios-nación no hay nada que hacer, solo rezar u orar, como le dicen ahora, y esperar la muerte, que nos redime y aleja de este valle-barranco.
Estamos los perversos, los libertinos, los izquierdosos, los shucos, los que nos quedamos en el carnaval y no nos gusta la Cuaresma. Queremos fiesta. Queremos risas. Queremos construir y derruir para crear vida y color más allá del morado, la ética de vivir en comunidad y la de ver al de al lado como otro ser humano, abiertos al mundo y a su diversidad infinita.
No podemos movernos como penitentes en procesión. La institucionalidad evidente marca los tiempos y las reglas a través del Congreso. Solo una profunda reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos puede alterar este ritmo acompasado que únicamente sirve para dar la vuelta a la manzana y volver al mismo sitio.
Como dije en mi artículo pasado, la sociedad civil pide representación directa y efectiva de sus candidatos, el rechazo a la elección por listas cerradas, la posibilidad de crear partidos distritales, regionales o departamentales, un procedimiento revocatorio del mandato, la regularización efectiva del voto nulo, la transparencia en la gestión parlamentaria, el acceso irrestricto por parte de la ciudadanía a la información y a datos de financiamiento de los partidos políticos, la financiación pública de los procesos electorales, la democratización e ideologización de los partidos políticos y los efectos políticos y administrativos de la cancelación de la inscripción de los partidos políticos, entre otras cosas.
Debemos arriesgarnos con un planteamiento constitucional desde el evidente inmovilismo actual. ¿Por qué no pensamos en una consulta popular sobre una ley ya elaborada y empaquetada que recoja los anhelos de la sociedad civil, en una que le pregunte al ciudadano si está de acuerdo con que se promulgue esa ley en particular y que ordene al Congreso solo cumplir con el mandato popular?
Una legislatura ilegítima nunca podrá sacar leyes legítimas. Lo estamos viendo: congresistas discutiendo si el mapa de Guatemala incluye raya puntuada o continua con Belice o si se otorgan inmunidad penal por sus tropelías.
Vamos a consulta y sentemos unas nuevas reglas de juego que nos permitan convertir en una nación esta porción de tierra arrasada.
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