Pero sí tenía claridad en otros aspectos, lo cual compensaba todo lo anterior mientras me ubicaba. Sabía que, pese al historial infame de intervenciones de Estados Unidos en Guatemala y en América Latina, sí había una clara diferencia en cuanto a la política exterior estadounidense y a los estadounidenses mismos; que el tipo de gobernanza en este Estado del norte —a pesar de sus rudos y largos inviernos— era lo más cercano a mi noción de la socialdemocracia, que se alinea con mis valores, y que las instituciones democráticas en este país eran bastante sólidas (no perfectas, pero ciertamente con más raigambre y de alguna manera más funcionales que las de mi país). Lo anterior me permitiría espacios de proyección cívica y de compromiso ciudadano, lo cual, visto en retrospectiva, ha sido bastante fructífero y congruente con mis principios.
Sin embargo, en tres lustros, la imagen de ese proyecto democrático perfectible ha ido perdiendo su tono y su claridad, como una fotografía demasiado expuesta al sol o mal conservada en el baúl de los recuerdos y que se va enmoheciendo. Más bien, el arribo de Trump le va dando pauta a una suerte de kakistocracia, o gobierno de los mediocres, que se manifiesta por el desprecio de la política y la preferencia por el show mediático de los outsiders, por el debilitamiento del papel del Gobierno y su gradual privatización, por el desmantelamiento del servicio civil y por la erosión de la confianza en las instituciones. Todo ello, reflejado en el manejo malintencionado de la pandemia, que ya ha cobrado más de 200,000 vidas. La deslegitimación de lo público no empezó con el gobierno de Trump, pero la errática y corrupta administración de este ha puesto en jaque a todo el sistema.
A lo anterior se suma el abuso de poder del actual mandatario, la manera como este retuerce la ley para que cuadre con sus intereses patrimonialistas y su desprecio por las reglas de la democracia y de la convivencia social, con el cual atiza el odio y la división.
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Y un poco de esto señalaba yo hace dos semanas en un panel con un grupo de expertos en política estadounidense y guatemalteca, al cual fui invitada por la revista gAZeta. Obviamente, la lectura del pulso de lo que sucede en Estados Unidos es muy aguda para Guatemala y la región dada su posición geopolítica. Los expositores, en especial la académica Cynthia McClintock y el exembajador Francisco Villagrán de León, delinearon de forma muy clara los detalles técnicos de las elecciones presidenciales y el sistema de colegios electorales, así como sus implicaciones en cuanto a la legitimidad del próximo gobierno, la solvencia de su sistema de justicia y la credibilidad del liderazgo de Estados Unidos en el mundo.
La periodista Alejandra Gutiérrez Valdizán hizo hincapié en el marcado autoritarismo de Trump y en las implicaciones de los resultados electorales en la región centroamericana, así como en la poca cobertura noticiosa del tema migratorio, que hasta ahora ha estado ausente en los debates. Mientras tanto, el analista Renzo Rosal nos dibujaba un escenario casi dantesco de la violencia que podría desatarse si el presidente Trump no reconoce a su rival como ganador o si los órganos competentes (el Congreso y las cortes) no certifican los resultados sin una pizca de duda. Con un extenso caudal de electores que ya han emitido su sufragio anticipado (más de 20 millones), las encuestas le sonríen cada vez más a Biden. Cualquier extremo, pues, es plausible.
Cuando en Guatemala se celebra el 76 aniversario de la Revolución de Octubre, que inauguró el primer y último proyecto democrático del país (interrumpido por la CIA, lo cual resultó en una de las guerras civiles más cruentas del continente), resulta irónico que esta misma nación se encuentre hoy cada vez más al borde de un punto de no retorno en su experimento democrático y, quién sabe, de una confrontación civil.
El pueblo habrá de elegir.
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