El asunto de la prevalencia de la provisión estatal pública o privada de los servicios de salud es una tensión política ideológica añeja. Como en este tipo de debates, al final de cuentas todo termina en una cuestión básica y simple: ¿quién paga por los servicios de salud? ¿Cada quién se paga sus servicios de salud según su capacidad económica? ¿O se asume la salud como un derecho fundamental e irrenunciable que el Estado debe garantizar y financiar con los impuestos?
La controversia se agudiza en sociedades desiguales, y en Guatemala es una situación grave. La mayoría de la población se encuentra en situación de pobreza, con lo cual carece de recursos financieros para pagar servicios de salud. Otra cantidad considerable de personas no está en situación de pobreza, pero, si alguien de la familia se enferma, los gastos de atención médica y de medicamentos les resultarían catastróficos y seguramente las empobrecerían. Finalmente está la minoría adinerada, que cuenta con lo recursos para pagarse un seguro médico privado y otros servicios de salud.
En una democracia funcional (y, en mi opinión, en un sistema sensato y justo), el Estado en una sociedad tan desigual cobra impuestos progresivos (es decir, que gravan proporcionalmente más a quien más tiene) para financiar los altos costos de garantizar el respeto universal al derecho fundamental a la salud. Se dice fácil, pero es muy difícil lograrlo, ya que, como lo está demostrando la pandemia del coronavirus, ni las economías más avanzadas ni los países con los sistemas de salud y los seguros sociales más generosos han logrado ese respeto universal a un derecho tan fundamental y básico.
[frasepzp1]
Y si los más avanzados enfrentan desafíos serios, en Guatemala el nivel de atraso es abrumador. Si se analiza la cobertura institucional de los servicios de salud, la red actual de puestos de salud tiene la capacidad para atender a la población que Guatemala tenía en 1950, mientras que, si a los puestos de salud se agregan los centros de salud categorías A y B, la red tiene la capacidad para atender a la población que Guatemala tenía en 1955. Por otro lado, el gasto total de Guatemala en salud, pública y privada (5.8 % del producto interno bruto —PIB—), es el más bajo de Centroamérica (promedio de 7.3 % del PIB), y lo es porque la inversión que el Estado realiza en ese rubro es la más baja de la región, con lo cual Guatemala es el país en el que los hogares dedican más de sus ingresos (55 %, sobre el promedio regional de 36 %) para pagar gastos en salud.
Este y otros datos confirman la realidad ya mencionada: en Guatemala, curarse de una enfermedad es un lujo ajeno a quienes viven en situación de pobreza o que rápidamente podrían empobrecerse si deben pagar servicios de salud. Es decir, para la gran mayoría en Guatemala, las opciones son mantenerse sanos, empobrecerse o morir, una realidad sin el impacto de una pandemia. Ahora que se han confirmado los primeros casos de covid-19 en Guatemala, la dura y cruda realidad es que la gran mayoría de la población está en una situación de vulnerabilidad extrema.
Esta realidad vergonzosa debe conocerse y entenderse y por ello tomarse muy en serio el esfuerzo por prevenir y contener la propagación. Ningún servicio privado de salud, cuyo funcionamiento está basado en la obtención de utilidades financieras, está en la capacidad de enfrentar el coronavirus ni sobrevivirá si este se sale de control en Guatemala. Solo un sistema estatal de salud funcional podría hacerlo.
Más de este autor