Junto a ello, lo privado se exhibe como supereficiente, rápido, de alta calidad. Las generaciones crecidas en este caldo de cultivo sin más identifican Estado con despilfarro y corrupción. Idea, por cierto, muy difícil de criticar, dado que la experiencia empírica se corrobora por todos lados en esa realidad: los servicios públicos son deficientes. ¿Quién podría negarlo acaso?
¡Pero hay ahí una falacia bien montada! Hace años que esa machacona prédica privatista neoliberal nos inunda y ha convertido lo estatal en sinónimo de fracaso. No es así. Si lo público quiere funcionar, si quienes deciden la marcha de las cosas (los grandes capitales, tanto en lo interno de Guatemala como a nivel planetario), desean que el Estado funcione, pues funciona.
Ejemplos al respecto sobran por todos lados. ¿Quiénes llevaron adelante todas las guerras sucias que enlutaron a Latinoamérica por aquellos años para beneficiar a las clases dominantes? ¡Los ejércitos estatales! Y sin duda funcionaron. Ejércitos públicos financiados con los impuestos que pagan los ciudadanos. Por eso se dijo —correctamente— que las tropelías cometidas por esas fuerzas armadas a lo largo y ancho de América Latina —Guatemala es un fiel ejemplo— deben considerarse terrorismo de Estado. Las cosas no funcionan… cuando hay voluntad de que no funcionen. ¿Acaso, por poner un ejemplo, el grupo kaibil no funcionó a la perfección y pasó a ser una referencia internacional por su profesionalismo? ¡Por supuesto que funcionó! Y es estatal.
¿Cuál es la avanzada científica del mundo capitalista, la instancia que reúne lo más adelantado de la inteligencia creativa, con los planes de investigaciones más osados? La NASA, una empresa pública. ¡Y funciona! Muchos de los descubrimientos surgidos de esa institución son comercializados después por la iniciativa privada. ¿Cómo seguir repitiendo entonces que lo público, por el solo hecho de ser tal, es ineficiente?
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Veamos esto con otro ejemplo cercano, de nuestro país. En Guatemala, los índices sanitarios son muy malos, no muy distintos a los que presenta la población del África subsahariana —la región más empobrecida del planeta—. ¿Por qué? Por la desnutrición crónica (50 % de la niñez) y por la falta de agua potable. Las enfermedades más recurrentes son las diarreicas y las respiratorias, trastornos asociados indefectiblemente a las precarias condiciones de vida. Esa situación de empobrecimiento no la pueden arreglar ni el sector público ni el privado. ¡Es un tema político! Hay que cambiar de raíz el modelo socioeconómico vigente. En todo caso, una política pública realmente efectiva en el ámbito de la salud debe enfocarse en los aspectos preventivos. Esa es la única clave. En otros términos: una población bien alimentada, bien informada y con las condiciones de habitabilidad mínima suficientemente satisfechas.
El sector público en salud (que atiende al 70 % de la población, junto al seguro social, que cubre al 18 %) resuelve positivamente el 99 % de las consultas que recibe pese a la falta de recursos y a la precariedad con que trabaja. Importante remarcar eso: es exactamente la misma proporción de éxito que presenta el sector privado en las atenciones que brinda, cubriendo solo a un 12 % de guatemaltecas y de guatemaltecos. En otros términos, el resultado final, más allá de lo desembolsado por el usuario y de los buenos modales de las clínicas privadas, no difiere. Hay un mito, maliciosamente mantenido por toda la ideología privatista dominante, que muestra casi con obstinación que «ir a un hospital o centro de salud público es la muerte». Y no es así.
La Policía Nacional Civil, pública, pagada con los impuestos ciudadanos, es corrupta, ineficiente, inservible. ¿Acaso los policías privados que existen, el quíntuple de los públicos, brindan mayor seguridad ciudadana?
Por tanto, ¡terminemos de una vez con esa cantinela de que lo público no sirve!
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