Algunos manifestaron que les pareció raro verlo en las páginas de Plaza Pública. ¿Qué hacía un político, y, más aún, alguien tan orgánicamente vinculado a un partido, en este medio? ¿Significaba que a partir de ahora nos volveríamos un medio de partido, después de cinco años de independencia y distancia frente a ellos? ¿Qué pasaba con la versión de la otra parte?
Fueron pocos los que las verbalizaron pero fueron preguntas legítimas. La respuesta a la segunda es “no” y a la tercera: “Se les ofreció el espacio y dijeron que lo pensarían. Luego lo descartaron porque, aseguraron, la columna se invalidaba a sí misma”. O sea, la respuesta de Bartleby, el escribiente: “Preferiría no hacerlo”.
La contestación a la primera es bastante más interesante.
Estamos acostumbrados a que en muchos lugares los políticos solo quieran hablar directamente con nosotros (nosotros: los ciudadanos) en campaña, y parecemos a gusto con la idea. Nos incomoda, eso sí, que la campaña sea un espectáculo aburrido y tontuno de canciones sintéticas, indistinguibles lemas, cálculo estratégico, sonrisas quirúrgicas, abrazos de esparto y discursos pronunciados con la soltura de un ventrílocuo ahorcado. Quisiéramos que, en el fragor acelerado de esos momentos, se detuvieran y razonaran con nosotros, casi uno por uno, explicándonos su lógica, sus planes, sus números, racionalmente y sin el jolgorio musical al fondo. Eso quisiéramos, o eso decimos querer, y tal vez no sea del todo utópico, pero cabe sospechar que sus programas ninguno o pocos de nosotros los descarga y menos aún los leemos, a sus ideas no les damos crédito, y las cifras nos cuesta aceptarlas o entenderlas o, naturalmente, asignarles algún rigor.
Por su parte, los políticos entienden la campaña como el momento para ganar, y hacer política les puede parecer en ese instante un verdadero estorbo.
Cambiar esa lógica implica cambiar, antes, todo lo demás.
Lo que olvidamos a menudo es que la política no dura lo que duran las campañas, es más, no suele suceder durante ellas, porque son agujeros negros que lo engullen todo con su lógica mercadotécnica. El principal instrumento de los políticos es la palabra. Hablar (razonar en voz alta, justificar) no solo es una forma de hacer visible, sino de transparentar: los programas, las decisiones, las dudas, las aspiraciones, la política. También es una forma de tomar en serio a los ciudadanos, de no convertirlos en súbditos. El diálogo y la deliberación sobre la forma en la que se organiza la sociedad y sus instituciones pueden y deben darse de manera constante y natural en los momentos exactos que transcurren entre una elección y otra; y en la esfera pública.
Uno de los lugares por excelencia en que toma forma la esfera pública es en los medios de comunicación, y las tribunas perfectas para expresar ideas con libertad, ponderación y matiz son las columnas de opinión y los ensayos breves. En ellas participan empresarios, oenegeros, académicos, artistas, analistas, periodistas, activistas, especialistas en saberes ocultos y amantes de los perros, por fortuna, pero de ese mismo espacio parece que los medios, con el aplauso tácito de los ciudadanos, hemos decidido desterrar totalmente o casi totalmente a los políticos profesionales, los legisladores, los funcionarios públicos. Simpático que así sea en esto que llamamos, engolando la voz, democracia representativa.
Y no deja de ser una extravagancia, aunque pensemos que es la situación habitual. Vean The New York Times. Vean The Washington Post. Vean The Guardian. Vean El País o eldiario.es o Público. Vean los diarios y los semanarios alemanes o los franceses o los italianos. Vean Le Monde Diplomatique. Todos ellos publican habitualmente columnas o pequeños ensayos reflexivos o de combate de líderes políticos que son cruciales para los debates del momento y del futuro. Lo han hecho en ellos incluso políticos guatemaltecos para hablar de política exterior, y causaron cierto revuelo. Nada de ello implica por necesidad simpatía o rechazo de esos medios hacia esos partidos y políticos.
También vale decir que en Guatemala ese ostracismo no ha sido propiciado solo por los medios, y quizá ni siquiera sobre todo por ellos.
La noción de que el político no debe tener espacios para hablar con libertad es más cómoda para el político mediocre de lo que debe serlo para el ciudadano; y por eso es evidente que la mayoría de los que están en ejercicio prefiere no emerger del anonimato salvo en tiempos de campaña ni verse obligado a explicarse en público, elaborar ideas que no tiene, justificarlas empíricamente y en definitiva ejercer esa labor intelectual para la que se les eligió.
En los pocos casos recientes que se recuerdan aquí, los resultados fueron mixtos. Durante años José Alejandro Arévalo escribió una columna más seca que un desierto de arena en elPeriódico. Mariano Rayo perdió la suya, en La Hora, cuando le descubrieron un plagio. Edmond Mulet, Gabriel Orellana, Alfonso Portillo, Rodolfo Neutze también compaginaron el ejercicio político profesional con la escritura de columnas. Lo hace ahora Quique Godoy en su programa de radio, y en Plaza Pública, Álvaro Velásquez, desde que, según él, en Siglo21 lo mandaron al exilio por haber ganado una curul; o de manera esporádica los funcionarios Julio Héctor Estrada, o Christian Espinoza o Raúl Bolaños. No hay buenas razones para que a Carlos Mendoza, columnista habitual, se le vede la posibilidad de compartir sus ideas ahora que trabaja en el Estado igual que no hay motivo para que otros abandonaran esa actividad cuando pasaron a encabezar un ministerio o una secretaría. Nada hace que las ideas de Edgar Gutiérrez o de Karin Slowing o de Richard Aitkenhead sean intrínsecamente más dignas de espacio ahora que cuando era funcionarios. Y no solo eso: sacarlas del espacio público mellaría el debate.
Para políticos, y para quien quiera, estas son las reglas para publicar una columna en Plaza Pública: ¿Cómo participar?
Es cierto: a veces podrán incurrir en propaganda (y aquí hemos rechazado columnas de políticos por ese motivo, y por panfletarias). Es cierto: no siempre saldrá bien o será fructífero. Pero eso no es exclusivo de los políticos columnistas, y dependerá, sobre todo, de las habilidades electivas del editor.