Después de tener covid, encuentro difícil arrancar por las mañanas. Pero abrir los periódicos y encontrar a la UEFA y a la FIFA hablando sobre lo mala que es la avaricia es para preguntarse si la fiebre ha vuelto y debo correr a hacerme otra vez la prueba.
Toda la disputa alrededor de la creación de una superliga, de su lanzamiento y de su caída 72 horas después es por lo menos surrealista y está muy bien reflejada en la crónica de José Sámano en El País que se titula Pobres hombres ricos: «Jeques e inversores que no comprenden que pueden adueñarse de un club, pero no comprar el fútbol».
Pongamos las cosas así: la enorme reacción contraria de los aficionados contra la intención de los clubes ricos de crear un campeonato VIP llevó a abortar un proyecto millonario, pues los potenciales consumidores reaccionaron con ira, no con la emoción de ver a los mejores jugando contra los mejores. Esto les dio un impulso mayor a los carteles que controlan el juego, que amenazaron con sanciones que perjudicarían económicamente a los clubes ricos y a sus jugadores.
Poco a poco, el club de los 12 con alcurnia comenzó la desbandada, con los equipos pidiéndoles perdón por la idea a sus propias aficiones.
Para los jeques e inversores, las cifras proyectadas —más de 4,000 millones de euros— justificaban emprender una rebelión contra las instituciones que gobiernan el negocio. La pandemia y las pérdidas económicas eran la excusa perfecta para empresas que reflejaban estados financieros en rojo gracias a gestiones y gestores discutibles.
El resultado de años de inflar los mercados, de acudir a asesores para desprestigiar a los contrarios y de usar casi todos los trucos en el manual de la evasión tributaria —incluyendo transferencias a sociedades en paraísos fiscales— iba a ser solucionado creando una asociación de aquellos con pedigrí que iba a sacar sus ingresos de los comunes, que iba a pagar por verlos y que iba a enloquecer con la idea.
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Algo salió muy mal en este plan ideado por los hombres al mando de clubes que se caracterizan por su ambición de considerarse Estados dentro de los Estados y de ver a sus presidentes como pseudodioses de la gestión empresarial y de la política. Y eso fue no tomar en cuenta el enorme sentido de pertenencia en el futbol: el vínculo con la cancha los domingos, con el club de toda la vida, con las jornadas que se cuentan una y otra vez. Especialmente los aficionados de los clubes pequeños, de los equipos de las localidades, entendieron que los ricachones habían decidido abandonar las competencias locales por no estar a su altura.
Algún asesor de aquellos que juzgan que los números mandan sobre todo lo demás confundió los mercados de esos países asiáticos o centroamericanos en los que la gente sale a la calle con la playera de un equipo alemán con la realidad de la totalidad del mercado. Y se equivocó.
Si tan solo la mitad de la enorme reacción de los aficionados se diera en el tema del acceso a la vacuna, las cosas serían diferentes. Aquí también hay enormes intereses empresariales que perjudican la vida diaria. Pero la enorme diferencia es que el futbol se siente propio y que alrededor de la pandemia y de la vacuna existen mentiras esparcidas por hordas de pseudocientíficos y mentirosos profesionales que hacen que la vacuna, como la tarea logística más grande de la historia humana, esté en las manos de la clase política con menos capacidades de gestión que se recuerde.
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