Comedor. Sentado viendo la ausencia de la vida pasar, pensando en los presos, en los condenados, en los labriegos, en los ecos de los pasos de los pueblos innombrados. En los señores sobres los árboles escondidos de la autoridad infringida, en la actividad detenida, en la pausa sin pausa, en la ausencia de tos.
Cuarto uno. Sentado con el calor de mi perro contento de que todos estén en su casa, de que era nuestra unas horas. Todos los días en la tarde nos la prestaba, la cama, la silla, el sillón, la alfombra, la almohada, y a la mañana siguiente nos volvíamos a ir y volvía a ganar.
Pasillo. Caminando hacia el baño mientras pienso en las cuentas sin pagar, en mi oficina vacía, en los elevadores detenidos para siempre en el piso trece, en las condenas sin audiencias previas, en los test positivos, en los datos escogidos, en las oraciones y los ayunos, en las cadenas de WhatsApp.
Cocina. Lavando platos, apilándolos uno tras otro en pequeños grupos, recalentando el arroz de ayer, las penas de mañana, el pan sándwich para hoy. Haciendo la lista de compras, de los pendientes que no son importantes. Reclamando silencios, espacios propios en rincones ganados a los demás miembros de la familia, en visitas al jardín. Dando tiempo a que la oruga atraviese la rama y a que el pájaro rojo se la coma antes de llegar y eso te maraville. Porque viste una muerte en directo. No te la contaron. No llegó como dato digital, como noticia lejana, por reclamo de red social.
[frasepzp1]
Entrada. Parado en el rellano de tu casa, cierras la puerta a la ficción. Porque el encierro es real y una flor te parece extravagante, la escritura un lujo. Tus hijos te humedecen los ojos. Porque al final eres tan culpable como el que más. Les enseñaste de derechos, de reclamos, de mundos extraordinarios, de los abusos, de la desigualdad, de las manos alzadas, del activismo, de la ironía y de la ternura, y les entregas encierro cierto, palpable, indefinido. No te lo reclaman, pero lo harán.
Cuarto dos. Acostado al final del día, no te has permitido ni una siesta, tan siquiera recostarte un rato a ver televisión a las dos de la tarde. Porque esa disciplina insana te mantiene alerta, creyendo que haces algo por tu vida. Sacudes, limpias, ordenas, mandas correos, das consejos, comentas, te toman de la mano y dices que por fin es viernes 27 de marzo de 2020 o Sábado de Dolores. O Domingo de Pascua o cualquier fiesta de guardar. Victorias rutinarias para no claudicar, para no derribar al rey en el tablero del juego de tu vida, que se convirtió en pandemia, virus con corona de monarquías sin plebeyos o glamur.
Baño. No saldremos indemnes. Ya perdimos, desde que se nos fue el asombro, el mundo como luz, como flor, como invento. Desde que nos dejaron las palabras y todas son más feas. Desde que tus días se nombran y se dominan por las leyes del mercado, los índices, las proyecciones, los recuperados, los infectados, las vacunas, las investigaciones, palabras técnicas, sin ritmo, sin música, palabras largas, como la cuarentena, como la indexación de los precios, como el tipo de cambio, como las declaraciones, como las cadenas, como las nacionales, como las mascarillas, como las moratorias, como los impuestos. En fin, palabras muy largas, que no riman con risa, con cosquilla, con anhelo. Palabras que no riman con futuro.
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