La alta concentración de la propiedad de la tierra, sostenida por políticas y prácticas de despojo constante, genera las crisis que producen conflictividad social. Mientras para las comunidades la relación con la tierra es un vínculo de vida, para quienes han arrebatado esta a sangre y fuego es, como todo aquello que se agandallan, una mercancía.
Hoy en día, como pasa desde hace más de dos siglos, la disputa por el acceso a la tierra enfrenta a quienes son mayoría, pero no tienen poder, contra quienes son un pushito, pero tienen el control, el poder político, la ley y las armas. Así ha sucedido y así se expresaba la crisis en 1978, el 29 de mayo, cuando se produjo una de las más atroces masacres perpetradas por el Ejército de Guatemala para proteger los intereses de los ladrones de la tierra: los grandes terratenientes.
Las comunidades q'eqchi’ de la zona del río Polochic, en Alta Verapaz, clamaban acceso certero a la tierra que les fue arrebatada. El ente a cargo desde el Estado, el Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA), entidad tan corrupta como lo fue el Centro de Gobierno o lo es el actual Congreso, cobraba mensualidades impagables para mantener en trámite las peticiones comunitarias.
De esa cuenta y ante el cansancio por la falta de atención, las comunidades de Panzós solicitaron la intervención de la alcaldía municipal, a cargo de Walter Overdick García. De acuerdo con los testimonios de sobrevivientes, el liderazgo de las aldeas de Panzós fue citado en el ayuntamiento y luego retenido, por lo que decidieron llegar a respaldarlo. Cuando ingresaron a la plaza de la cabecera municipal, lejos del cotidiano bullicio, había silencio total y presencia de soldados en los edificios principales del casco central.
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Una vez reunida la multitud frente a la municipalidad, comenzó la masacre que cortó la vida de las personas que encabezaban la marcha, entre ellas Adelina Caal Maquín. Mamá Maquín, como era conocida por su liderazgo, fue la primera en caer sin vida junto a varias personas más. El grupo se dispersó y trató de huir por varios puntos hacia la montaña y el río. El tableteo de las armas siguió hasta que los ejecutores no vieron movimiento. Los datos oficiales señalan 37 personas muertas.
Los testimonios dan cuenta de más de 200 ejecuciones. En las palanganas de camiones fueron apilados los cadáveres de las personas asesinadas. Sus cuerpos fueron sepultados en una fosa común, abierta por la maquinaria que el Ejército había llevado. Por ende, no se trató de un hecho fortuito, de la pérdida de serenidad de un elemento de la tropa ni mucho menos de la respuesta en defensa ante una supuesta agresión comunitaria. No. Se trató de un crimen atroz concertado y planificado desde el más alto nivel hasta la básica complicidad local.
En 1978, Kjell Eugenio Laugerud estaba en sus últimos días de gobierno, en tanto que el general Otto Guillermo Spiegeler Noriega ejercía como ministro de Defensa y el coronel Arturo Guillermo de la Cruz Gelpke estaba a cargo de la zona militar 21, asentada en Cobán. Ellos son los altos mandos que condujeron a la institución que perpetró la masacre. Y Walter Overdick García, como alcalde, es la autoridad que la apañó y apoyó.
Más de cuatro décadas han pasado desde ese amargo día que tiñó con sangre las aguas cristalinas del Polochic. Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, la problemática y la conflictividad en la disputa por la tierra continúan. Esas familias que se apropian malamente de tierras comunales o que roban con descaro las áreas protegidas son las mismas de hace más de un siglo, esas mismas que se aliaron al Ejército para garantizar su señorío sobre las Verapaces y que ahora también se amanceban con el crimen organizado, especialmente el narcotráfico, que les ofrece impunidad y protección. Ayer y hoy Panzós está en la memoria por la digna lucha del pueblo q’eqchi’ y de lideresas ejemplares como Mamá Maquín, la organizadora comunitaria que ofrendó su vida por la tierra y el derecho a cuidarla.
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