El tiempo electoral se acerca inexorablemente, mientras el panorama político de Guatemala sigue siendo tan complejo e incierto como el primer día que se desató la larga crisis que ha vivido Guatemala desde que en abril de 2015 comenzamos un proceso de renovación de la clase política que aún está lejos de culminar.
El primer signo de cambio es la casi completa ausencia de opciones electorales ampliamente posicionadas. En otros tiempos, a estas alturas ya se sabía quiénes eran los contrincantes principales, especialmente aquel que iba a ser considerado la opción fuerte, aquel al que le tocaba, usualmente el segundo lugar de la elección inmediatamente anterior, mientras que el otro actor relevante era el partido de gobierno, que ya para esas fechas había realizado tanta campaña oficialista que era evidente su influencia política.
La crisis del 2015 cambió radicalmente la forma de hacer política en Guatemala. El combate de la corrupción develó una intrincada red de favores y de clientelismo político que se orquestaba alrededor de los financiamientos electorales ilícitos y que se pagaba posteriormente con sobresueldos, comisiones y tráfico de influencias. Uno de los mayores avances en materia electoral, de hecho, se centra en la mejora de los controles para fiscalizar el financiamiento electoral ilícito, que estaba lejos de ser auditable. La importancia de este aspecto se demuestra en los múltiples intentos de muchos actores políticos de revertir y anular tales controles en la legislación de manera que se sigan manejando las viejas prácticas clientelistas, que eran comunes en el pasado.
Lamentablemente, el sistema electoral y de partidos políticos es la fuente originaria de todos los males en Guatemala. En el 2015, un partido pequeño y con una figura de rostro distinto conquistó el espacio público con la promesa de que era diferente, empezando por una supuesta campaña electoral que se planteaba como austera, comparada con el despilfarro tremendo que representaban los partidos grandes. Esta imagen de austeridad y el origen no político del personaje fueron lo que lo catapultó al éxito en las elecciones del 2015. Los últimos indicios con que contamos, sin embargo, nos demostraron que esa imagen era falsa: ni la campaña fue tan modesta —se ocultaron montos y financistas electorales— ni el personaje era tan diferente a lo que ya antes habíamos tenido.
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La ausencia de personajes que puedan proyectar un cambio, por lo tanto, es una fuente permanente de zozobra ciudadana. ¿Quién podrá unificar Guatemala, desterrar la corrupción como mal endémico y encaminar a nuestra sociedad a un futuro cualitativamente diferente? Esa es la pregunta que ronda la mente de muchos ciudadanos en la actualidad.
Por supuesto, están las viejas figuras del pasado, que ahora luchan por reciclarse, con poco éxito. Se mencionan nuevas figuras, pero ninguna aún con el peso político adecuado. Por ejemplo, se menciona insistentemente la figura de la ex fiscal general Thelma Aldana, que tiene el grave problema de que despierta la animadversión de los actores políticos, que la ven como una clara amenaza a sus intereses. Además, Aldana tendría que enfrentar una cultura política guatemalteca ampliamente conservadora, que la descalificaría simplemente por ser mujer.
Sea cual sea el panorama para Thelma Aldana, su proceso para postularse debería pasar primero por un respaldo incondicional de los actores de la sociedad civil que desde el 2015 buscan cambiar la matriz autoritaria, clasista, racista, machista, excluyente y profundamente corrupta que nos ha gobernado desde tiempos inmemoriales.
El cambio de la transformación no es tarea de una persona, sino de toda una sociedad que busca exorcizar sus fantasmas y transitar a un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.
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