¿Por qué no se puede salir de esta situación de pobreza crónica que condena al 70 % de la población a vivir en condiciones deleznables? Por la forma en que esa riqueza se reparte: mientras un muy pequeñísimo sector acomodado se queda con la mayor parte del pastel, las grandes mayorías sobreviven con migajas. Guatemala está entre los diez países del mundo donde el reparto de la renta nacional es de las más desiguales. Eso encendió la guerra décadas atrás. Y esta terminó luego de 36 años con una cantidad tremenda de secuelas, pero aquella situación no ha cambiado en lo sustancial.
Desde hace meses llegó la pandemia de covid-19. Como en todas partes del mundo —con la excepción de algunos países socialistas que pudieron manejarla exitosamente, como Cuba, Vietnam y China—, la crisis sanitaria golpeó duro. ¿Por qué? No porque la enfermedad sea realmente algo tan terrible, tan altamente letal. Los países socialistas, aunque de esto no hable la prensa oficial, pudieron controlarla a partir de una planificación con un Estado que vela realmente por la salud de la población. Ahí está la verdadera diferencia.
En Guatemala, la presencia del coronavirus vino a demostrar (o, mejor dicho, a hacer más evidente) lo que ya se sabe: que estamos ante una sociedad tremendamente desigual, donde la riqueza producida se reparte muy inequitativamente y donde el Estado no vela realmente por los intereses de las grandes mayorías.
Esto puede verse en que una muy amplia masa de trabajadores no cobra siquiera el salario mínimo. Salario, por otro lado, que no alcanza siquiera a cubrir las necesidades elementales para sobrevivir. El salario mínimo representa más o menos un tercio de la canasta básica. Además, una enorme cantidad de trabajadores no goza de los beneficios sociales establecidos por ley, no recibe los aportes patronales para el seguro social, no tiene aporte jubilatorio y muchas veces ve retaceado el pago del aguinaldo o del bono 14. Todo lo anterior, con el beneplácito de los gobiernos de turno, lo que evidencia que estos no trabajan para mantener la equidad social, sino solo para beneficio de determinados grupos.
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En muchas ocasiones, los finqueros de la zona norte del país, en los departamentos de Alta y Baja Verapaz, Izabal y Petén, arremeten contra los pueblos originarios, a los cuales les quitan sus territorios. Esto se difunde muy poco por los medios de comunicación masivos, que son empresas comerciales que repiten el mensaje de los grupos dominantes, en este caso de los terratenientes de la zona. No mencionan los abusos que están cometiendo guardias privados, muchas veces con la complicidad de fuerzas estatales, contra los campesinos del lugar, a quienes les quitan tierras para sus negocios, para las plantaciones de palma aceitera. Tampoco se menciona que se desvían ríos para sus centrales hidroeléctricas, muchas veces para la instalación de pistas de aterrizaje o de laboratorios para el procesamiento o trasiego de drogas ilegales. A quienes protestan contra esos atropellos se les calla, muchas veces con el asesinato.
Evidentemente, esta democracia formal que se está viviendo desde hace ya más de 30 años no está sirviendo para resolver problemas ancestrales. Llegó la pandemia y, además de la interminable cantidad de muertos que produjo, permitió que los grandes capitales de siempre siguieran imperturbables con sus negocios mientras la población sufría. Hospitales colapsados, gente con hambre agitando banderas blancas, desocupados que perdieron sus trabajos, población con lo que ahora se llama teletrabajo más explotada que antes y una clase dirigente que sigue enriqueciéndose con un estamento político que le facilita sus negocios: esa es la situación. El covid-19 pone más al descubierto cómo funciona realmente el país: grupos dominantes que lo único que buscan es su enriquecimiento y una gran masa de población resignada, que tiene como única salida marcharse a Estados Unidos en condiciones de precariedad total. ¿No hay otra alternativa?
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