Por tanto, es algo cambiante. No hay normalidad asegurada biológicamente por algún pretendido instinto. Mucho menos marcada por los dioses. Cada sociedad, en un tiempo histórico determinado, fabrica su normalidad. La moral es la tabla de valores con la que esa sociedad se mueve, lo que nos indica que no hay nada fijo, eterno, esencialmente bueno o malo en términos éticos. Todo ello es siempre contradictorio, dado que lo humano, en el más amplio sentido, conlleva algo de contradictorio, de problemático.
Las diferencias en la normalidad en distintas culturas o a través de la historia son enormes. La homosexualidad, por ejemplo, era un privilegio de los nobles varones (no de las mujeres) en la Grecia clásica, mientras que en otras latitudes hoy aún sigue siendo un delito severamente castigado. En Occidente, hasta hace unos pocos años era considerada una enfermedad mental. Hoy día no. Es más que evidente que «todo es según el color del cristal con que se mira».
Pero lo extraño, lo que no encaja en la idea de la normalidad, siempre tiende a ser neutralizado. El mecanismo para ello es la segregación. Lo considerado marginal asusta y, por tanto, se excluye, sea un vagabundo, un delirante, un débil mental, un homosexual, un seropositivo, una prostituta, un delincuente. Marginal, así, puede ser cualquier cosa.
El mundo actual, el mundo capitalista que se ha impuesto ya globalmente desde hace años y que necesita productores y consumidores dóciles, hace de la marginalidad algo no tolerable. Lo que no entra en los cánones aceptados va a parar a determinados depósitos: manicomio, cárcel, algún tipo de asilo. Pero últimamente asistimos a la marginación no solo del mendigo harapiento, del delirante, del desadaptado social, sino también de poblaciones completas. Se habla de áreas marginales. Aunque no se diga, la lógica tras esto es que hay gente que sobra. Los pobres son cada vez más pobres, de modo que quedan confinados crecientemente a dichas áreas marginales. ¿Sobran acaso? Esos bolsones no son minorías discordantes, sino que van pasando a ser lo dominante en el paisaje social mundial. En la ciudad capital, casi una cuarta parte vive en áreas marginales. El fenómeno no es circunstancial.
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Es entonces cuando se hace evidente que la miseria es una forma de violencia. En Guatemala se habla hoy de la ola de violencia, con 13 muertes violentas diarias por la criminalidad. Pero no se habla de las 18 muertes diarias por la desnutrición crónica. ¿No es eso violencia acaso? La miseria es violencia y produce más daño que la peor delincuencia.
La forma que tomó el desarrollo del mundo actual es alarmante. Junto a una revolución científico-técnica monumental, mucha gente sigue muriendo de hambre. Lo que debería ser el centro de todo, el ser humano concreto, queda de lado. Algo anda mal si podemos aceptar naturalmente la existencia de áreas marginales. ¿O es que alguien sobra realmente?
Desde hace algunos años es parte del discurso políticamente correcto hablar de luchar contra la pobreza. La iniciativa es loable y diversos sectores coinciden en que la pobreza es algo contra lo que se debe actuar, pero los pobres crecen en número y en distancia respecto a quienes no lo son. ¿Sobran?
Según Naciones Unidas, hoy día 1,300 millones de personas viven con un dólar diario, 1,000 millones son analfabetas y 1,200 millones no tienen agua potable. El hambre es de las principales causas de muerte (también en Guatemala). En la sociedad de la información, 1,000 millones están sin acceso no ya a internet, sino a energía eléctrica. Y, según esos datos, el patrimonio de las 358 personas cuyas fortunas sobrepasan los 1,000 millones de dólares supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45 % de la población mundial. La pobreza no tiene más explicación que la mala distribución de la riqueza. Es decir: ¡nadie sobra!, nadie debe ser marginal.
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