¿Hacia dónde va la humanidad? Hoy no es posible encontrar la respuesta exacta, aunque, por un lado, las ciencias médicas se esfuerzan por hallar la cura y, por otro, las sociales se ocupan de diseñar escenarios frente al coronavirus. La única certeza es que el mal vino para quedarse y trastornar las dinámicas individuales y colectivas alrededor del planeta.
Después de un repentino y largo confinamiento entre miedos, desinformación e impotencia, el mundo permaneció forzada o voluntariamente en casa, acción alternada con temerarias salidas y continuas polémicas en torno de a qué dar prioridad: ¿salud o economía? En ese marco, las redes sociales se fortalecieron como canal de comunicación y acompañante las 24 horas del día, todo un 24/7.
Cerrada la primera mitad de 2020, los países han dejado atrás la incertidumbre inicial y, de estar contra las cuerdas y con una rodilla en la lona, se han parado o empiezan a recuperar la vertical, pero todavía no logran ordenar sus ideas. En realidad, se mueven como un boxeador seminoqueado que apenas atina a esperar el sonido de la campana.
Tiempo es entonces el que se busca por todas partes. ¿Cuándo estará lista la vacuna? ¿Será la de Pfizer, la de Moderna o la de Oxford? ¿Incluso la china, la rusa o las que vienen detrás? Por estas latitudes, las preguntas son cuándo vendrá, cuánto costará en Guatemala y si será accesible o, por su precio, la medicina resultará peor que la enfermedad.
¿Nos enfilamos a causa de la covid-19 hacia una nueva sociedad? No, esa sería viable si arribara sin racismo, sin homofobia, sin injusticia, sin corrupción y sin los siete pecados capitales. Lo cierto es que vamos a una nueva anormalidad, ya que, a juzgar por las actuaciones intra- y extrafronteras, modernas inconsistencias amenazan con implantarse a fuerza de la costumbre generada por la pandemia.
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Si vemos el ámbito laboral, en marzo la emergencia nos obligó al home office, siempre propensos a barbarismos y neologismos porque no estamos vacunados para defender el español. Encender la computadora y conectarse a Internet fue indispensable para evitar el colapso de muchas funciones. Muy bien, pero implicó que el trabajador y la trabajadora utilizaran su casa, su equipo, sus recursos, y su tiempo se estiró. Conclusión: más trabajo sin cobrar horas extras.
Miremos el ámbito educativo. En marzo, la emergencia nos obligó a la educación a distancia. La computadora y el Internet fijan el paso y afrontan la misión con relativo éxito, pues no se ha determinado el margen de efectividad del proceso enseñanza-aprendizaje. De cualquier manera, bien por lo hecho, pero corremos el riesgo de continuar con la anormalidad de evaluaciones no confiables y con la interacción nula cuando no se activa la cámara. En las primeras hay dudas razonables, y en la segunda podría suscitarse un diálogo de sordos o, peor, que alguien, en cualquiera de los extremos de la conexión, esté hablando solo.
La verdad: hacia donde nos enfoquemos, la visión será difusa. Estadios sin afición, teatros sin risas y sonrisas (o lágrimas), pero centros comerciales con personas estimuladas por las ofertas o playas atiborradas. La amenaza de convivencias sin prevención o la pretensión de sentir la cercanía con el amontonamiento de una sesión virtual son ejemplos de una anormalidad en la que nuestros pasos emulan los del boxeador noqueado que se mueve por inercia.
Por supuesto, nos falta entrar en la etapa del rebrote, ese que traerá la carga de cifras rojas disparadas como consecuencia de que el sentido común es daltónico cuando se trata de los semáforos de la covid. Y es que en algunos lugares afloran clones de los hermanos Marx y la escena del camarote de Una noche en la ópera.
Nos falta presenciar la circulación del transporte colectivo, situación que no es para considerarla una comedia, menos cuando Tedros Adhanom Ghebreyesus, director de la Organización Mundial de la Salud, afirma con ligereza: «Quizá nunca haya una solución contra la pandemia de la covid-19».
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