La cuestión es que, por más que se les retire físicamente de los lugares bonitos, de los lugares que ahora supuestamente son seguros y agradables para pasear, sin nada que afee el panorama, estos niños siguen estando. Y mientras no varíen las causas que les dan nacimiento, aunque se les quite de la vidriera, ahí continuarán. En realidad, constituyen un síntoma de nuestra estructura socioeconómica de base. Parafraseando a Eduardo Galeano, se podría decir que «se condena al niño de la calle, y no la máquina que lo fabrica; así se exonera de responsabilidad a un orden social que arroja cada vez más gente a las calles y a las cárceles y que genera cada vez más desesperanza y desesperación». La cuestión, entonces, no es detenerse en el síntoma observable, sino en la causa profunda.
Estos menores de edad, varones y mujeres, provienen de familias tremendamente pobres, muchas veces desintegradas. Salen —o más bien huyen— a la calle para buscar una mejor situación de vida que la hogareña. Aunque parezca paradójico, incomprensible incluso desde cierta lógica normal, dejan un techo para irse a la intemperie, pues escapan así de un infierno cotidiano de miseria, de maltrato, de abuso y en muchos casos de violación sexual. Definitivamente, vivir en la calle no es grato. Al contrario, puede ser un calvario por las inimaginables penurias que allí se pueden sufrir. Pero en todos los casos es más tolerable que el lugar de donde provienen.
La vida en la calle no ofrece solución a los profundos problemas de los que intentan escapar. Solo cambian su modalidad, pero, aunque cueste creerlo, a estos niños les otorga algún beneficio: en la calle no hay familia carenciada que obligue a trabajar al niño (25 % del ingreso hogareño en la ciudad de Guatemala es proporcionado por el trabajo de menores, equivalente a casi el 2 % del PIB nacional). En las calles no hay padres quizá alcoholizados o drogados que castiguen, que puedan llegar a violar. Hay, al contrario, una sensación de libertad: no existen obligaciones ni normas. Una vez llegados a ese medio, por tanto, es muy fácil que allí se perpetúen. El saltarse las normas, sin dudas, tiene un atractivo fenomenal (la transgresión nos llama continuamente; la ausencia de padres y maestros se puede sentir casi como un premio).
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Sobrevivir en estas circunstancias, soportando penurias, pero transgrediendo normas, lleva a conductas infractoras: drogadicción, mendicidad, robo, prostitución… Formas de vida que, a temprana edad, sin un proyecto definido, prenden fácilmente. La transgresión juvenil, como etapa esperable de cualquier ser humano en su desarrollo, no es patrimonio de los callejizados. Pero, si sucede en un contexto de tanta desprotección (sin familia que apoye ni normas establecidas), es más probable que se instaure y permanezca. Hoy en día, se ha dicho, muchos de estos menores pasaron de ser mendigos u ocasionales rateros a ser niños sicarios.
Son, ante todo, víctimas de una compleja situación. Pero también delinquen, pues muy comúnmente roban. Son, entonces, victimarios en una sociedad donde la violencia se instala cada vez más como cotidiana. ¿Acaso esto autoriza a la población a hacer justicia por sus propias manos? ¿A linchar? ¿A abominar de los niños de la calle como perros sarnosos? Releamos la cita de Galeano entonces.
Reprimir o eliminar cualquier minoría molesta no es el camino. Ello alimenta el ciclo de violencia, y eso no tiene fin. Hoy, niños de la calle. Después, drogadictos. Después, homosexuales, mareros... ¿Y después? La lista no tiene fin, y en algún lado de ella estamos nosotros mismos.
«Se condena al criminal, y no la máquina que lo fabrica; así se exonera de responsabilidad a un orden social que arroja cada vez más gente a las calles y a las cárceles y que genera cada vez más desesperanza y desesperación».
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