Reivindicar los derechos de la mujer ha sido un esfuerzo continuo en el que ocupan lugar relevante la filósofa Guillermina de Bohemia, por sus pronunciamientos en las postrimerías del siglo XIII, y la escritora Marie Gouze, alias Olympe de Gouges, por los propios en las del XVII. Ambas son pilares de la dinámica que hoy se fortalece alrededor del planeta, aunque la cultura machista preserva lastres excluyentes.
Precisamente, no es casualidad que se alimenten ideas como sexo débil y que, incluso, ¿cuándo no?, la Real Academia Española defina esa expresión como «conjunto de las mujeres», mientras que sexo fuerte lo asocie, obvio, a «conjunto de los hombres». Por cierto, en 2017 la RAE resolvió que la primera referencia tenía intención despectiva o discriminatoria.
Bien vale apuntar que, como sustantivo o adjetivo, el ente rector de nuestro idioma indica que débil significa «de poco vigor o de poca fuerza o resistencia», pero dicho encuadre no encaja con millones de mujeres en el mundo. Por ejemplo, en Guatemala, Rosalina Tuyuc, Nineth Montenegro, Zury Ríos, Sandra Torres, Rigoberta Menchú, Helen Mack, Heidy Juárez, Euda Carías, Elizabeth Zamora, Ana Sofía Gómez, Gisela Morales, Cheili González, Mirna Ortiz, Ana Lucía Martínez, Andrea Cardona, Ana Gabriela Martínez, Dalia Soberanis y María Micheo, entre otras, son todo, menos débiles en lo que hacen.
Indiscutible sí es que desde siempre la mujer ha padecido opresión y marginación a pesar de que su papel es trascendente como el del hombre. En esa línea, es oportuno recordar a la endocrinóloga Estelle Ramey y su afirmación: «La igualdad llegará cuando una mujer tonta pueda llegar tan lejos como hoy llega un hombre tonto».
Ahora que el 8 de marzo trae a colación el Día Internacional de la Mujer, instituido por la Organización de las Naciones Unidas en 1975, debe destacarse que los logros con sello femenino son múltiples. La medicina, la economía, la política, el deporte, las finanzas, etcétera, lo dejan muy claro. Sin embargo, el reconocimiento ha afrontado resistencias. La literatura es uno de los ámbitos en los que las mujeres han tenido que burlar el control y las reacciones machistas, lo cual ha llevado a la práctica el aforismo: «Detrás de un gran hombre hay una gran mujer».
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Y es que la frase encaja perfectamente cuando observamos la producción editorial. En 1847, la novela Cumbres borrascosas saltó a los escaparates bajo la autoría de Ellis Bell, seudónimo de Emily Brontë, quien, como sus hermanas Charlotte y Anne, tuvo que firmar con identificación masculina. Asimismo, Amantine Aurore Dupin se presentó como George Sand para que Indiana y sus otras obras llegaran a las manos del público lector. Un ficticio Rafael Luna apareció a finales de los 1800, pero en realidad era Matilde Cherner, en tanto que Mary Anne Evans fue George Eliot y Cecilia Böhl de Faber registró su inolvidable La gaviota como Fernán Caballero.
Mujercitas es una novela muy conocida porque ha tenido cinco versiones cinematográficas y numerosos montajes teatrales. El crédito autoral ha sido para A. M. Barnard, seudónimo de Louisa May Alcott. La táctica de protegerse con iniciales también abarca a P. L. Travers, Pamela Lyndon, la mente que trajo a Mary Poppins; a J. K. Rowling, Joanne, la creadora de Harry Potter, y a E. L. James, Erika Leonard, autora de Las 50 sombras de Grey. Otra carta del séptimo arte es Memorias de África, del libro de Isak Dinesen, el blindaje de Karen Blixen.
Ver a la mujer como ser inferior por el hecho de ser mujer es una monstruosidad del nivel de lo que esparció la gente de 1816 después de leer Frankenstein. Como la autoría fue anónima, se echó a rodar que tenía que haber sido creación de un hombre y se pensó en Percy, el esposo de Mary Shelley. Lo demás es historia. «Quienes no se mueven no notan sus cadenas», reza una reflexión adecuada para las y los que en pleno siglo XXI se aferran a estereotipos medievales.
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