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Morir en el colegio

La primera es que los niños y niñas que participan del acoso y la violencia pueden ser objeto, a su vez, de violencia en el hogar o ven la violencia que se produce en el hogar.
Por un momento habría que imaginar cuál sería la reacción ante la muerte de Edward Alexander si el sistema educativo fuera de alta calidad y de precios mucho más bajos.
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Morir en el colegio

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Es posible que sólo a través de una investigación eficiente del Ministerio Público, se llegue a conocer lo que realmente ocurrió y las razones de la lamentable muerte de Edward Alexander Aldana Cifuentes en la piscina del colegio Liceo Javier, el martes 29 de marzo. No obstante, esta pérdida da qué pensar en al menos dos sentidos.

Aunque existen razones específicas para la muerte de este estudiante, se puede considerar que una serie de hechos de violencia en los colegios y las escuelas de Guatemala (en el sistema educativo nacional, y no necesariamente en el caso de Liceo Javier) se deben a varias razones sistémicas que los facilitan. La palabra de moda para hablar de ello es bullyng que, hay que señalarlo, tiende a escabullir el sentido de las prácticas de violencia física y simbólica que se producen en el ámbito escolar y que se originan en una serie de factores existentes en el sistema educativo y más allá.

Además, dada la dificultad para conocer los hechos y las posibles motivaciones, se generaron una serie de reacciones que tendieron a lamentar la muerte del estudiante y a buscar la condena del responsable (o responsables). En este aspecto, llama la atención que muchas críticas se hayan dirigido contra el colegio.

Lo que se busca a continuación, más que encontrar respuestas a la tragedia particular de Edward Alexander, su familia y sus amigos, es considerar algunas posibilidades sobre las prácticas y hechos de violencia en el sistema escolar y el enojo que se produjo frente al colegio donde sucedió el hecho, lo que permite reflexionar sobre la responsabilidad más general que como sociedad tenemos frente a esto.

La violencia (bullying) en el sistema educativo

Existen varios tipos de violencia en el sistema educativo. La exclusión de un número considerable de niños, niñas y jóvenes, la sistemática desventaja que sufren los que se encuentran en ciertas posiciones (asociadas a la pobreza y la falta de recursos), la enseñanza de un pensamiento acrítico y repetitivo, el apoyo ideológico a la reproducción desigual de la sociedad, la influencia de un clima de violencia general que permea la interacción de los individuos, entre otras, son parte de las vivencias cotidianas de millones  de niños y adolescentes del país.

Estas violencias se concretan en la inasistencia a la escuela, las condiciones deplorables de muchos lugares, la falta de calidad en la mayoría de establecimientos públicos y privados, la reproducción ideológica, la influencia de las pandillas en ciertos establecimientos y las peleas y relaciones que se establecen entre los actores específicos del sistema educativo, por ejemplo.

Sin embargo, a la hora de hablar sobre el tema de violencia en el ambiente educativo está de moda hablar sobre el bullying o el acoso escolar. El problema con esta palabra es que parece funcionar como un eufemismo que inmediatamente tiende a invisibilizar de lo que realmente se trata: prácticas y hechos violentos  que se producen entre pares, así como tiende a privilegiar una perspectiva “psicologista” que termina por individualizar y descontextualizar lo que en realidad es parte del funcionamiento del sistema social.

Si se hace un poco de memoria, casi cualquier persona que estudió en este país (y seguramente en muchos otros) puede testimoniar que las escuelas y los colegios han sido lugares donde han existido pleitos, insultos, descalificaciones, golpes, entre los estudiantes que podía adquirir formas y consecuencias bastante serias… y habría que agregar que hasta no hace mucho tiempo, las mamás tendían a entregar a sus hijos “con todo y nalgas”, lo cual era una invitación que muchos maestros y maestras tomaban con seriedad. El sistema educativo también sufrió de la militarización que ha dejado huellas persistentes como en las desfasadas prácticas de las bandas de guerra, por ejemplo…

De hecho, los niños y las niñas de todos los tiempos pueden recurrir a la violencia como forma de relación entre sus semejantes porque los seres humanos tenemos la posibilidad de hacerlo.  Tratando de ir más allá de la discusión del origen de la violencia entre naturaleza y cultura, el psicólogo social Ignacio Marín-Baró señalaba la “apertura humana a la violencia” que es posible advertir en infinidad de ámbitos, incluyendo, por supuesto, la que se produce en el sistema educativo, en la escuela.

En otras palabras, más allá del hecho puntual, la violencia es un problema extendido, profundo y persistente que no va a terminar inmediatamente, aunque, evidente y deseablemente, se puede reducir si se controlan ciertas causas.

Lo que es nuevo en el tema de la violencia en el ámbito escolar, es que existen algunas condiciones que han cambiado el sentido y ciertas formas de acoso entre pares y entre los actores educativos, y que se sustentan en razones sistémicas, no exclusivamente personales o familiares. Esto no significa desrresponsabilizar a las personas que encarnan el acoso, incluyendo a los niños y a los padres de familia. En este sentido se pueden señalar dos razones generalizadas por las cuales ciertos niños pueden participar en el acoso y violencia (más allá de algunas razones idiosincráticas que tal vez no sean tan frecuentes como se suele pensar).

 

No es automático que un niño que sufra violencia directamente, o la observe en el hogar, se vuelva a su vez violento. Pero sí es una buena forma de aprendizaje. Algunos especialistas en el tema, como la psicóloga Alice Miller, han observado que la familia violenta es un excelente campo de preparación para los niños, jóvenes y adultos violentos. Al contrario de lo que se suele pensar, el abuso y el castigo físico, a la par que sirve para “controlar” al niño, le enseñan que el uso de la violencia es una forma válida de relación con el otro. Uno de los efectos que origina esta práctica es que muchos que la sufren o la sufrieron son educados para considerarla como parte de su formación, la vean con agradecimiento o piensen, como Miller titula uno de sus libros más conocidos, que es o fue “por su propio bien”. El daño a la autoestima, la agencia y la independencia cognitiva debido a esta negación es importante.

La segunda razón puede deberse a una condición más particular de nuestro tiempo: la relajación de normas y la falta de estructura a la que se ven sometidos los niños y las niñas. Es decir, cuando los padres educan a sus hijos sin ofrecer límites y una estructura que oriente a los niños y niñas y permita convivir con los demás.

Si la primera razón ha sido una constante en la historia de la humanidad (o por lo menos en buena parte de ella), la segunda parece ser una condición más propia de nuestros tiempos. En otras palabras,  pasamos del autoritarismo familiar a una familia “laizzes faire” que no puede ofrecer límites adecuados a sus hijos.

Estas dos condiciones no son mutuamente excluyentes, sino se pueden combinar de varias formas. Por ejemplo, hay niños y niñas que son hijas de “papá televisor y mamá refrigeradora” porque, debido entre otras cosas a la migración “al norte” y la necesidad de los padres de trabajar, dejan a sus hijos sin una supervisión adecuada. Pero al llegar, en vez de ofrecer límites y una estructura racional, descargan sus enojos y frustraciones. 

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Estas razones y su combinación, podrían ser el sustrato sobre el cual se prepara a los niños a ejercer violencia y acoso en el sistema escolar. Sin embargo, se necesita algo más para que esto pueda convertirse en un problema extendido: fallas en la estructura de autoridad de las instituciones educativas.

Las fallas de autoridad en los extremos socioeconómicos

Diversas reflexiones y diversos estudios que van desde los famosos experimentos de S. Milgram o P. Zimbardo, las observaciones de H. Arendt sobre el caso de Eichmann, el estudio de Ch. Browning sobre un batallón de policías alemanes S.S., e incluso más cercano, el estudio de M. Vela sobre los “pelotones de la muerte”, muestran que la producción de hechos de violencia depende, en buena medida, de condiciones sistémicas o contextuales que se pueden asociar a factores tales como la influencia de la autoridad, la presión grupal y algunas otras (que no son personales, sino grupales y sociales).

En el caso de la violencia entre pares en el sistema educativo se puede considerar que hay algunos procesos de disputa de autoridad o de fallos en la misma, así como la presión grupal que permiten la facilitación de la violencia y el acoso.

Sobre todo, las fallas de autoridad en el sistema educativo pueden tomar diversas expresiones. Es posible que esta propuesta de explicación se interprete como una propuesta conservadora por sugerir que el uso de autoridad debe darse para ofrecer límites y estructura a los niños y niñas. La diferencia radica, espero, en el hecho que no es una apelación a la autoridad para mantener el orden o la propia autoridad, sino, una autoridad racional que busca permitir la convivencia entre los demás e, incluso, el desarrollo personal.  Es posible que las más significativas de nuestra condición actual se ofrezcan en los extremos de las condiciones socioeconómicas.

El caso más alarmante es el de ciertas escuelas e institutos que se encuentran ubicadas en sectores en los que las pandillas tienen una fuerte presencia y control. Una expresión terriblemente cruda del posible alcance que puede tener esta situación se puede leer en el artículo “Yo, violada” que forma parte del libro Crónicas Negras de una región que no cuenta, de Sala Negra de ElFaro.net. Frente al hecho de violaciones de alumnas de la escuela, los maestros y el director lo único que pueden hacer es esperar que no ocurran más.

Situaciones al menos similares se viven en el país. Hace ya algunos años, por ejemplo, la esposa de un compañero, maestra de una escuela pública, recibió amenazas de muerte de niños-jóvenes de su escuela porque los pretendía corregir o por una mala nota en una prueba. La amenaza se concretaba y se hacía real cuando los niños-jóvenes señalaban su pertenencia a la pandilla.

En sectores urbano marginales, con una serie de frustraciones que se cargan por todos lados (niños, padres, maestros), con un ambiente cotidiano de violencia, el control de lo que pasa en el aula (no digamos fuera del aula) es bastante precario, por decirlo suavemente.

La autoridad de las autoridades, valga la redundancia, ha disminuido en beneficio de la autoridad que ejercen las pandillas. 

Sin embargo, existe todavía una cierta función correctiva a la violencia entre pares que se puede producir: su propia regulación. Aunque esto también ha cambiado, los que pertenecemos a ciertas generaciones, podemos advertir que en la escuela se generaban una serie de normas en el grupo de escolares que permitían cierto control del acoso. Gráficamente: agarrarse a cuentazos a la vuelta de la esquina y el problema se resolvía (por lo menos momentáneamente).

De ningún modo estoy celebrando esta situación (que al fin de cuentas también era violencia), sino señalando que podía servir como regulación frente al acoso. Actualmente esto ha cambiado, quizás no es el encuentro físico directo, que puede degenerar en peleas armadas, sino la pertenencia a distintos grupos, las amenazas que no llegan a hechos físicos (pero que pueden llegar) y, para una mayoría, el intento de pasar inadvertidos o no inmiscuirse en la estructura de poder que se genera en la escuela y en la que maestros y directores tienen que compartir con las pandillas.

El otro extremo de los fallos de la autoridad se puede observar en colegios de élite (usualmente más caros) en los que dicha estructura de autoridad se ve menoscabada por una situación totalmente diferente. En estos colegios la estructura de autoridad ha sido minada por la pérdida de control frente a las exigencias de los estudiantes y de los padres. ¿Qué ha ocurrido en este caso?

Diversas maestras me han llamado la atención sobre una situación que se ha vuelto más frecuente en estos colegios frente a diversas faltas que cometen los estudiantes o a malas notas que obtienen, una táctica paterna ha sido la de demandar o amenazar con demandar a la institución educativa.

Aprovechando del respaldo que el Ministerio de Educación o instituciones como la Procuraduría de los Derechos Humanos han brindado en ciertos casos (que se comentan y conocen por los mecanismos informales de comunicación entre colegios y gente del medio, volviéndose conocimiento común), se ha evitado que jóvenes que han cometido faltas graves puedan ser suspendidos o retirados del colegio. Haciendo uso de diversos mecanismos legales (incluyendo las normas constitucionales que señalan la educación como derecho o expresiones ad hoc como “necesidades emocionales” de los niños y niñas), logran impedir correctivos a los pequeños (o no tan pequeños) transgresores. Hay algunos casos patéticos incluso. Se ha dado el caso que frente a peleas de niños pequeños, los padres de ambos han recurrido a la mutua demanda.

Empoderados más allá de la razón (como suele decir Dina Elías, psicóloga e investigadora de la Universidad Rafael Landívar),  hay padres que recurren a estos gestos para impedir que maestras y autoridades puedan recurrir a las sanciones que acostumbraron a usar en otros tiempos (independientemente de que fueran buenas o malas, eran las que tenían y, al momento, no tienen muchas otras a la mano).

Esto se agrava porque estos padres incurren usualmente en una de las situaciones que se señalaban antes: miman en exceso a sus angelitos y no les imponen límites o estructura. Resultado: niños y niñas arrogantes, con poca consideración a los demás, pueden comportarse como quieran, incluyendo acciones de acoso, con instituciones que se ven inhibidas de utilizar los mecanismos tradicionales de control.

Además, la persistencia presencia de los padres inhibe que los niños y niñas puedan encontrar formas de regulación más propias.

En el fondo, padres e hijos actúan desde lo que algunos sociólogos han llamado una “conciencia señorial oligárquica” que ve exclusivamente por sus intereses, como resabios de la forma finca de relaciones sociales. Como pagan, y pagan cantidades fuertes, creen que tienen derecho a cualquier consideración o excepción, tratando a los maestros como simples subordinados que se deben plegar a sus exigencias (las “necesidades emocionales”) de los que pagan.

Como se ve, entre estos dos extremos hay gradaciones importantes. (Hablando sobre el tema, José Alejandro, me señalaba que en su colegio el problema no es tan extendido y que las autoridades todavía mantienen el control de los niños, incluso, utilizando la expulsión como mecanismo disuasorio. De nuevo, no estoy celebrando estos castigos, estoy señalando que son utilizados como formas de mantener el control en el aula). Sin embargo, es posible que ambos sean expresión de un clima de violencia generalizado y de anomia que se concretan de distinta forma en los diferentes escalones de la jerarquía social. Sobre este tema valdría la pena generar investigaciones que arrojen datos para el análisis y las recomendaciones sobre el tema. 

El colegio como chivo expiatorio

Finalmente, vale la pena reflexionar brevemente sobre las reacciones (incluso viscerales y poco informadas) respecto  a lo que sucedió ese martes 29 de marzo y que terminó en la muerte del joven estudiante. Hasta ahora se ha especulado que pudo ser un accidente y que pudo ser agravado por la omisión de los profesores encargados y las autoridades, que pudo ser una broma que terminó mal (enmarcada en una relación de acoso) o, incluso, un suicidio. Hasta no tener resultados de la investigación no es posible sino especular sobre ello.

Sin embargo, una reacción bastante común fue la de culpar al colegio por este hecho. Incluso algunas personas hablaron de cerrarlo debido a la posible responsabilidad de las autoridades y de los profesores. No es posible explicar de una manera totalmente inequívoca esta reacción, pero es posible considerar algunos aspectos que pueden haber influido en que se condenara de manera tan categórica al colegio. Sin querer exculpar a nadie, se podría reflexionar al respecto.  

Ante la ambigüedad o la falta de información una reacción común es intentar “cerrar” o desambiguarla con los elementos que se tienen a mano. Joven fallecido, amigos, profesores, colegio. No se conocen las relaciones concretas que se producen entre ellos, pero se sabe que deben existir. Por lo tanto, se elige una figura o una institución como en efecto pasó al conocerse el caso.  

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Sin embargo, puede que estemos asistiendo a la aparición de un aspecto sintomático: la tensión que existe entre la oferta educativa y los resultados que padres y estudiantes están obteniendo por los resultados de una inversión monetaria (y de tiempo) bastante fuerte.

En concreto, lo que las pruebas estandarizadas en el área de lectura y matemáticas realizadas ya por varios años por el Ministerio de Educación han demostrado, es que la inversión que hacen los padres y los hijos por la educación que estos últimos reciben no tiene un correlato efectivo en términos de aprendizaje y rendimiento.

Tanto las pruebas del Ministerio de Educación como los exámenes que se realizan en la Universidad de San Carlos de Guatemala, muestran que los estudiantes de nivel medio que egresan de institutos públicos y de colegios privados están saliendo muy mal preparados. Con excepción de unos pocos colegios (en los que coincide el problema de fallos en la autoridad señalados, aunque no exclusivamente), los alumnos salen sin las habilidades básicas con las que deben salir.

A esto se añade un agravio más: en la práctica, los colegios, pese a las regulaciones del Ministerio de Educación, además de las ya altas cantidades de inscripción y mensualidades, cobran por toda actividad que realicen. Cualquier atribulado padre de familia puede testimoniar acerca de que las actividades realizadas (que no necesariamente tienen que ver con la formación educativa per se) generan costos, amén de uniformes, materiales, buses, etc., que son parte de los gastos que se deben pagar por acceder a lo que se supone, una educación de mejor calidad que la pública.

Un lector atento puede sacar ya la conclusión que se quiere presentar: el colegio Liceo Javier fue el chivo expiatorio de la tensión que se genera entre los colegios y los padres y que tiene como términos las fallas en la calidad educativa y los costos que representan, aunque no necesariamente tenga que ser representativo de las fallas del sistema en general.

Muchas personas están enojadas, descontentas, frustradas, etc., porque lo que han pagado o pagan por la educación de sus hijos se revela como una mala inversión. Por un momento habría que imaginar cuál sería la reacción ante la muerte de Edward Alexander si el sistema educativo fuera de alta calidad y de precios mucho más bajos. Evidentemente habría una condena al respecto, pero los términos de la discusión probablemente serían otros. Es un poco lo que sucede con la policía. Como es una institución cuestionada, cualquier cosa que ocurra se achaca a la corrupción o ineficiencia. Si se tuviera confianza en la policía, la interpretación de ciertos hechos sería distinta.

Aunque el colegio en concreto no tenga la culpa (que ya será la investigación la que lo determine), la reacción visceral muestra que se está ante un hecho sintomático de una realidad subyacente.

En realidad, se está frente a un problema enorme del sistema educativo: tanto a nivel público como privado se está bastante lejos de satisfacer las demandas de cantidad y calidad existentes. El modelo educativo con las pruebas mencionadas está mostrando que no da los resultados que pretende ofrecer: educación de cierta calidad.

Combinando esta situación con la preocupación extendida ante el bullyng se tienen los elementos para señalar al colegio como chivo expiatorio.

Conclusión

Las diversas formas y expresiones de violencia que se producen en el ámbito escolar tienen diversas causas, algunas ligadas a la formación socioeconómica y política del país. Con esto no se está diciendo que no exista responsabilidad de los actores del sistema educativo: estudiantes, padres, maestros, autoridades y el propio Ministerio de Educación.

Resolver estas formas y expresiones pasa por resolver algunos aspectos básicos sobre cómo concebimos el proceso educativo, qué fines debería tener y con qué recursos lo hacemos. Es claro que para resolver casos concretos de violencia y acoso se puede y debe recurrir a medidas particulares que ofrezcan mejoras en los ambientes donde se produce. Sin embargo, estas medidas aunque resuelvan ciertos casos, no son garantía para que se resuelva el problema más general que implica una concepción y prácticas educativas particulares.

El problema, como se ve, es mucho más grande y llama la atención sobre diversos aspectos de la realidad educativa del país. Sobre ello también hay mucho que pensar.

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