Pero, además, la doctora Hatch —de quien tuve el enorme gusto de haber sido su alumno en varios cursos y seminarios en la Universidad del Valle de Guatemala— demuestra su enorme calidad humana y profesional al comentar sobre el quehacer científico en el país y su influencia más allá del campo académico. Como he comentado en otras columnas, conocer la historia y la cultura de un contexto particular es importante porque permite también imaginar y desarrollar un punto de vista que lleve, con el tiempo, a cambios en toda la sociedad.
Precisamente, en un momento de la entrevista la doctora Hatch afirma: «Yo siempre digo que hay que inventar un gobierno para Guatemala, que no es como otro país. No sirve la democracia, no sirve la dictadura. El carácter de Guatemala necesita diferente tipo de gobierno». En varias columnas acá he discutido algunas de las propuestas que emanan de las formas de organización de los pueblos indígenas del país. En la entrevista no se hace mención de ello, pero sí de la necesidad de que los científicos sociales propongan alternativas que ayuden a pensar otra sociedad, otras instituciones y otra legalidad para la colectividad. Por supuesto, eso implicaría otra idea de nación y desafiaría aquella que se ha venido construyendo desde 1871. Algunas de las limitantes son mencionadas en la entrevista: los celos y las envidias entre los investigadores, el monopolio de temas y lugares (a veces con prácticas no académicas y que funciona como una «pequeña Guatemala»), una prolongación de las contradicciones y disfuncionalidades sociales a pequeña escala, especializadas…
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Pero también hay otras limitantes, como el reducido campo y financiamiento dedicado a la investigación en general y a la social en particular. Se valora la investigación profunda y especializada si viene del extranjero, pero se ningunea la que se produce —o intenta producir— a nivel local. Hay espacios donde ello no sucede, pero son los menos. En un contexto así es demasiado complicado imaginar propuestas de largo alcance, ya que se necesitaría el conocimiento específico de cada realidad para así proponer un modelo de Estado y de nación (¿o de naciones?) más allá de meras reformas o prolongaciones del proyecto liberal decimonónico. Algo diferente sería un esquema federal (no es nada nuevo tampoco), pero ordenado étnicamente sobre el territorio, es decir, que las diferencias culturales y las historias regionales y locales fueran el primer referente para pensar la nueva sociedad. Ello implicaría demoler mucho de lo existente —de todo tipo y a todo nivel—, pero partiría de las prácticas eficientes de alcance regional que ya han demostrado su valía a través del tiempo. Sin embargo, en el contexto actual es muy difícil que algo así suceda.
El llamado no es ilógico: no solo está cambiando la sociedad, sino también el medio en el que vivimos. Y, según las proyecciones, el futuro no es nada halagüeño. Son las sociedades mayas —acostumbradas a organizarse en modelos que duran siglos y se adaptan a los cambios— las que pueden ayudar a diseñar una sociedad resiliente a nivel de toda Guatemala, que aborde de mejor manera las décadas por venir. Pero, para ello, aspectos como la superioridad intelectual (en su variante de colonialismo occidental) y el racismo deben ser dejados de lado si no es posible eliminarlos. Con el aumento de las temperaturas, de las sequías y de las hambrunas, muchas disputas por la interpretación del pasado o las diferencias estamentales pasarán a un segundo plano cuando la sobrevivencia y la adaptación sean lo principal. Y es allí cuando un modelo social masivo, que permita adaptarse a nivel estatal, regional y local, es fundamental. No son la democracia ni la dictadura, parafraseando a la doctora Hatch, sino lo que nos permita vivir dignamente como humanos y salvarnos como especie y como parte de la naturaleza.
Voces como la de la doctora Hatch son guía en momentos de oscuridad y en un cruce de caminos como este. Gracias por ello, doctora.
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