En Río, hace tres años, Francisco nos convocó a Cracovia y nos invitó a vivir y experimentar diariamente la misericordia. Tuve que ir a tres jornadas de este tipo para lograr abrir el corazón a plenitud y poder escuchar. Necia que es una y paciente que es Dios.
Hace dos años fui invitada —y lo agradezco infinitamente— a ser parte de la comunidad de voluntarios que organizan la peregrinación, desde las negociaciones con las aerolíneas hasta la formación de poquito menos de 500 jóvenes guatemaltecos. Pocos lo saben, pero Guatemala y la Comisión Camino a la Jornada, parte de la Pastoral Juvenil Nacional de la Conferencia Episcopal, son admiradas por muchos otros países: más de 100 voluntarios (caso raro, ya que en la mayoría de las delegaciones es un trabajo renumerado) trabajan durante año y medio preparando la peregrinación para vivir una experiencia de fe y de iglesia. Guatemala es el único país que publica, desde 2005, un folleto de formación común para toda la delegación diocesana de los 22 departamentos. Organiza retiros y encuentros con parroquias y mantiene una comunicación constante. Por último, y distinto a otros países en los cuales el quehacer de los jóvenes gira en torno a una peregrinación, la Jornada Mundial de la Juventud es un pretexto en Guatemala para encontrarnos jóvenes católicos de todo el país. El camino y caminar juntos hacia Dios es lo importante.
Tengo una deuda antes de despedirme de las jornadas. Debo decir qué he aprendido de los católicos. Y debo hacer un énfasis especial en esta última comisión, cuyos integrantes son hoy todos amigos con los que compartí. Son extraños los católicos: dejan fines de semana completos, unos tras otros, para ir a hablar de un Dios al que critican muchos, recorren el país entero y gastan el dinero del cine o de la cena rica para costear sus propios pasajes. Nadie les pide que lo hagan. Y cuando les preguntas la razón, comienzan y terminan con una sonrisa. Me enseñaron a confiar, siempre y en todo momento, porque los milagros se llaman solidaridad, abrazos, llamadas de ánimo por la noche, vigilias de trabajo entre risas. Y a veces también se llaman siete horas en un hospital, conocer una historia ajena y la oportunidad de que la propia sea escuchada. Los sacerdotes se ríen de buena gana y no les falta el sentido del humor (también te hablan de un Dios alegre). Aprendí a orar con mis amigos, a hacer silencio y a encontrarme a mí misma en un algo más grande y más pleno. Una amiga me dijo que hay que romper paradigmas, que lo imposible es difícil, pero también lo que más vale la pena. Y tuvo razón cuando hizo que decenas de familias abrieran las puertas de sus casas a desconocidos en un país donde la desconfianza escasea. Comprendí que la misericordia, como lo dijo un cardenal español en Sucha Beskidzka, un pequeño pueblo de Polonia, es estar aun cuando se piensa que ya no hay razones para estar porque ya no hay nada que hacer, porque no se gana nada con estar. Entonces, la misericordia es la razón para estar.
La lección más grande, sin embargo, es algo que en la universidad jesuita escuché muchas veces, pero que la experiencia vital de estos casi dos años ha hecho que cobre una dimensión profunda: el magis ignaciano, «en todo amar y servir», es el lente por el que veo hoy la vida, mi vida. Esta lección fue un regalo de un hombre humilde de 30 años que nunca me llamó la atención por las ausencias y las irresponsabilidades, que nunca fue descortés ni poco amable y que lo único que hizo fue no dejar de servir.
Creo firmemente en Dios, que me escucha cuando le hablo, y le pido que mantenga siempre encendida la luz que guía mi vida a la experiencia más profunda del amor. También me he preguntado qué pasa si Dios no existe. Hoy me atreví a preguntárselo a alguien en quien confío y que me enseñó a creer. Se quedó un momento en silencio, me vio y me respondió. Luego nos reímos. Me alegró saber que coincidimos en la respuesta: nada, si Dios no existe no pasa nada. Vivimos como pensamos que debemos vivir, siendo coherentes con lo que pensamos y sentimos. A esa coherencia he aprendido a llamarla servicio, el valor más importante que me comunica con los demás y al que le encuentro todo el sentido político al regresar a mi país. Aparte de pedirle a Dios que bendijera nuestros sueños más cercanos del corazón, Francisco nos recordó que la historia nos pide que defendamos nuestra dignidad y que no permitamos que nadie decida nuestro futuro. Personalmente agregaría que el servicio en comunidad, la construcción colectiva de nuestro futuro, debe ser nuestra arma más fuerte.
Gracias por la excelente escuela de los últimos meses: servir en todo porque es también una forma de amar.
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