En muchos de los casos, los abusos y la violencia sexual son notorios únicamente por la condición biológica de las niñas y las adolescentes, quienes presentan un embarazo no deseado y forzado. En una sociedad con autoridades conservadoras que se posicionan en cargos y espacios claves o que delegan estos, se niega el libre acceso a una educación integral en sexualidad y se olvida que la obligatoriedad de su abordaje e implementación es un derecho humano básico, por lo que debe implementarse sin dogma ni arbitrariedades.
Ante la problemática, en medios de comunicación resaltan titulares como «el embarazo adolescente se dispara en Guatemala», «los embarazos en niñas y adolescentes tienen un costo para el país de 1,627.5 millones de quetzales anuales», «madres en edad de jugar muñecas», «embarazos en adolescentes traen consecuencias negativas e irreversibles» y «Guatemala registra casi dos mil embarazos en niñas de 10 a 14 años en este 2020», entre muchos otros cuyo denominador común es «embarazos en adolescentes» o «en niñas».
Dichos titulares preocupan porque recurren a la corrección política ante una realidad imposible de ocultar y negar. En Guatemala, tener relaciones sexuales con menores de 14 años de edad es un delito, es decir, muchos de esos embarazos son probablemente consecuencia de abuso y de violencia sexual por parte de mayores de edad. De enero al 23 de septiembre se registraron 3,557 casos de abuso sexual en menores de 14 años (OSAR, 2020). Pero ¿se pregunta alguien quiénes son los victimarios y en qué proceso legal se encuentran? ¿O cuántos de esos casos de abuso han derivado en embarazos de niñas o adolescentes? Sería útil conocer en qué medida el sistema de justicia aumenta o disminuye la violencia hacia la infancia y la adolescencia víctimas a través de la actuación de las instituciones y de los funcionarios públicos del Estado.
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Lamentablemente, en una sociedad machista y misógina, la perspectiva de género sigue sin ser una prioridad en la formación de las autoridades y de quienes ocupan cargos públicos. Ante este vacío, la víctima es revictimizada por su condición de género. Es evidente que el plan de vida de la niña y de la adolescente víctimas de violencia y de abuso sexual se ve truncado desde el momento en que el Estado es incapaz de brindarles un espacio digno para su desarrollo integral, lo cual repercute en diversos momentos de su vida ante el infinito triangulo de la violencia.
En el sistema guatemalteco, la voz de la víctima es silenciada al ser el entorno social, las instituciones y el Estado mismo los que creen tener el derecho de decidir por ella. Y en ello esta implícito el obligarla a un embarazo y a una maternidad forzada, en los cuales la responsabilidad recae únicamente en la víctima por su condición biológica.
Al hacer un análisis con enfoque de género, las personas deben preguntarse por qué esa niña o adolescente fue víctima de abuso sexual, por qué no abordar la educación integral en sexualidad desde una perspectiva laica y científica, por qué obligar a una niña o adolescente a un embarazo forzado producto de abuso y de violencia sexual, por qué condenar a una persona a una maternidad no deseada, por qué poner en riesgo la vida de la niña o adolescente con un embarazo para el cual su cuerpo no está preparado, por qué obligar a una persona a cuidar de un ser humano producto de abuso y de violencia, por qué se cree tener el derecho de opinar sobre el cuerpo de esa niña o adolescente víctima de abuso y de violencia, bajo qué condiciones el Estado obliga a una niña o adolescente a un embarazo y a la maternidad, quién es el responsable biológico de ese embarazo forzado, dónde está…
Si al responder estas preguntas surgen el dogma y la subjetividad como fundamentos, algo anda mal.
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