Hubo un tiempo normal, en el que el mundo desarrollaba su vida de forma rápida, superficial y sin mayores preocupaciones. Una gran mayoría de los seres humanos solo se preocupaban de pasarla bien, de consumir todo lo que se pudiera y de desperdiciar muchas horas en el entretenimiento. Por eso Mario Vargas Llosa le llamó a ese mundo «la civilización del espectáculo», mientras que el psiquiatra Enrique Rojas denominó a este tipo de persona «el hombre light»: un ser humano frívolo, despreocupado, carente de sentido y de solidaridad.
De repente, de manera lenta pero sostenida, la receta para el desastre se fue forjando. La deforestación, la contaminación ambiental, el cambio climático y la facilidad de las interconexiones aéreas conformaron una combinación explosiva que nadie pudo advertir a tiempo. El resultado: la crisis sin precedentes que vivimos en la actualidad.
«Más del 70 % de las infecciones ocurridas en las últimas cuatro décadas han sido zoonosis, es decir, enfermedades de los animales, sobre todo selváticos, transmitidas a los humanos. El origen de las pandemias depende del modo en que las actividades humanas influyen sobre las áreas naturales, el covid-19, el ébola, el SARS, el zika, el MERS, el H1N1 son todas pandemias zoonóticas» (Orlando Guzmán).
Lo que venga después de la crisis está por verse, pero muchos concuerdan en que habrá un antes y un después. El mundo deberá aprender la lección si quiere prevenir futuras crisis como la actual. Lamentablemente, para el caso de Guatemala, la crisis está lejos de superarse. Aunque el Gobierno emprendió acciones tempranas que se reconocieron como acertadas nacional e internacionalmente, en la actualidad tales medidas parecen francamente insuficientes. Y lo que es peor: no se visualiza una estrategia para superar la crisis. El mejor reconocimiento de ello es la recién creada Comisión Presidencial de Atención a la Emergencia Covid-19, una muestra de que finalmente el Gobierno reconoce la magnitud del problema. Por desgracia, dicha medida puede ser tardía: la semana 10 de presencia de la enfermedad en el territorio nacional tuvo un crecimiento exponencial de casos y nadie está seguro de que la curva de contagios haya llegado al punto más alto.
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Y es que la crisis solo desnudó las graves carencias de la sociedad guatemalteca: un Estado inoperante, copado por redes de corrupción, incapaz de responder adecuadamente al desafío; una sociedad profundamente desigual y poco solidaria, en la que muchos solo velan por el derecho de su nariz; una ciudadanía acostumbrada a no seguir las reglas, algo que los sociólogos denominaron «cultura de transgresión», y una economía altamente dependiente de los servicios y con poca capacidad para soportar una crisis de esta magnitud. El resultado: las medidas de confinamiento son violadas cotidianamente. Basta con salir a la calle para constatar la poca seriedad con la que una inmensa mayoría de ciudadanos enfrenta la crisis.
La combinación de todos estos factores predice un futuro bastante incierto: el enemigo invisible sigue avanzando de forma sigilosa y letal, y estamos a las puertas de un colapso social, económico y político. Paradójicamente, el sueño de muchos de que Guatemala toque fondo está dolorosamente muy cerca. Ojalá que la crisis sea un imperativo para que finalmente encontremos la senda hacia la unidad nacional, que tanta falta nos hace. Pero no la unidad que sueña el presidente: la unidad basada en el servilismo y la aceptación ciega de la autoridad. Lo que realmente necesitamos es debatir a fondo el rumbo que debemos seguir de aquí a las siguientes décadas, de manera que finalmente encontremos un modelo de desarrollo en el que quepamos todos y todas, sin importar sexo, edad, religión, condición socioeconómica, ideología política o etnia.
Ojalá la crisis sea una oportunidad para que finalmente encontremos la ruta hacia un futuro mejor.
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