Según R. Casas Rivera, psiquiatra, y L. Zamarro Arranz, médico interno residente de psiquiatría de la Unidad de Hospitalización Breve de los servicios de salud mental de Leganés, «la mitomanía o pseudología fantástica, que fue descrita a principios de siglo como una entidad clínica específica, ha quedado relegada en nuestros días a un síndrome o incluso a un síntoma, que en todo caso habría que incluir dentro de otra entidad nosológica (especialmente trastornos de la personalidad)».
De tal manera, no es fácil determinar cuán mórbido es el cuadro clínico de alguien que miente patológicamente porque bien podría formar parte de los síntomas y signos de una psicosis orgánica.
De acuerdo con varios autores, entre otros el doctor en psicología Juan de la Serna, los síntomas y manifestaciones de la mitomanía son: «Tendencia a desdibujar la realidad con grandilocuencias, búsqueda de la aceptación y admiración de sus interlocutores, baja autoestima junto con pocas habilidades sociales, miedo constante a ser descubierto y el incremento progresivo de la magnitud de las mentiras con el [paso del] tiempo».
Todos los autores consultados coinciden en que la mentira patológica es un trastorno de la personalidad y en que todas las ficciones expresadas se relacionan con algún tipo de negación. Se encuentran como basa la insatisfacción, la necesidad de afecto y la necesidad de compensar carencias emocionales.
Por supuesto, un mitómano puede ser tratado exitosamente por varias vías (derecho a ello tiene). Entre otras, ayudarlo a mejorar sus técnicas de comunicación, las terapias cognitivas que le permitan descubrir los pensamientos que lo llevan a perturbar el contexto donde se desenvuelve, apoyarlo para que se acepte como tal y asuma la responsabilidad en cuanto a no suspender el tratamiento al que está o será sometido, y, en casos extremos, la utilización de psicofármacos cuando el uso habitual de la mentira sea componente de otro trastorno susceptible de ser medicado con éxito.
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Convivir con un mitómano es terrible y tiene sus consecuencias, las cuales se agigantan y vuelven sumamente peligrosas cuando ese mentiroso tiene poder. Tal es el caso del dictador Manuel Estrada Cabrera, a quien una junta de médicos tuvo que declararlo enfermo mental. En el caso del Benemérito de la Patria, sus mentiras eran síntomas de otra enfermedad, tanto así que José María Letona, uno de sus colaboradores cercanos, declaró ante la Asamblea Nacional Legislativa: «Señores diputados, tengo que venir a expresarles que las facultades mentales del señor Estrada Cabrera no son ya normales. Una enfermedad traicionera como la que padece [y] una vida dura como la que lleva son capaces de doblegar la salud más completa. Solo así se explican los errores, aberraciones, tonterías y desmanes que comete, pues incluso recurre al uso de hechicerías con brujos para actos ilegales».
Resalta en tal declaración la justificación de Letona sobre la enfermedad del señor presidente: una vida dura capaz de doblegar la salud más completa.
Todos sabemos que gobernar desgasta. De tal manera, quien esté al frente de una nación habrá de ser una de las personas más capacitadas, más sanas físicamente y con mejor salud mental. En caso contrario, habría de sometérsele al examen de una junta de expertos (psiquiatras, psicólogos y otros profesionales de las ciencias de la conducta) para determinar si procede declarársele en estado de incapacidad para ejercer el cargo.
Durante un coloquio, una amiga manifestó: «En los países tercermundistas, las fuerzas oscuras tienen mucha capacidad para descubrir mitómanos y ponerlos al frente de los Gobiernos». Semejante enunciado me llevó a pensar: ¿se repetirá en Guatemala el caso de Manuel Estrada Cabrera?
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