Desde 2015 he viajado a Honduras una vez al año para participar en un diplomado de análisis político para intelectuales y profesionales preocupados por el rumbo político de la sociedad hondureña. He tenido ese privilegio debido en gran parte a que en Honduras no existe una carrera de ciencia política como tal, deficiencia institucional que me ha permitido compartir mi conocimiento sobre la realidad de Guatemala como un referente para que los colegas hondureños aprendan a realizar análisis político.
La travesía de mis viajes me ha hecho aprender mucho, empezando porque el inicio de estas experiencias está íntimamente relacionado con los procesos sociopolíticos que han ocurrido en nuestros países. En el 2015, Guatemala experimentaba una sensación de júbilo porque apenas unos meses antes se había producido la etapa de manifestaciones ciudadanas continuas que habían sorprendido al mundo, especialmente por el hecho de que habían contribuido a la renuncia de Otto Pérez Molina. Paralelamente, en Honduras surgía el movimiento de los indignados y de las antorchas, que hacía pensar que algo grande estaba ocurriendo en ese país. Cuatro años después, la sombra de la regresión se visualiza por todas partes. Y pese a que aún existe un aliento de cambio, el contexto es diametralmente opuesto.
En mi visita de este año a Honduras, unos hechos adicionales fueron motivo de preocupación: la debacle del gobierno de Evo Morales, el recrudecimiento de la crisis nicaragüense y el surgimiento de un amplio movimiento de protesta en Chile, los cuales demuestran que parece que no existe ninguna sociedad que esté exenta de esto que parece ser una crisis global de legitimidad de la democracia en el mundo. La pregunta que rondaba en la mente de mis interlocutores, por lo tanto, era: ¿qué fenómenos están causando tales tsunamis democráticos?
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Adelanto para ello dos hipótesis. Primera: la esencia de la democracia es la posibilidad real de la alternancia política, lo cual significa que todo actor, de cualquier signo ideológico, debe estar dispuesto a aceptar la posibilidad de la derrota electoral en el entendido de que en el futuro habrá otras oportunidades para volver al poder. En ese sentido, ninguna derrota debería ser vista como absoluta, sino simplemente como una pausa temporal. Lamentablemente, lo que Heleno Saldaña llama «ideología del éxito» ha carcomido las bases de la sociedad, ya que ningún actor parece aceptar la posibilidad de la derrota, especialmente si consideramos que la exacerbación de la polarización ideológica izquierda-derecha en el continente americano ha contribuido a fortalecer esa intolerancia a la derrota. Los casos de Evo Morales, Daniel Ortega y Nicolas Maduro parecen ejemplificar perfectamente esta visión desde la izquierda, mientras que el caso más emblemático de ese mismo mal está en el mismo corazón del imperio: Donald Trump.
Segunda hipótesis: un fenómeno recurrente en la crisis de la democracia es que, para que esta funcione, es indispensable que exista una cierta cohesión y homogeneidad social que favorezca encontrar puntos en común. Eso significa que la democracia funciona mejor en sociedades que son representables políticamente hablando. El proceso civilizatorio y los procesos de liberación de las identidades tradicionales han provocado una multiplicación de las demandas por derechos diferenciados. Quizá el mejor ejemplo de estas sean las demandas por la diversidad sexual, aspecto que ahora hace aparecer el tema de la igualdad de la mujer como una demanda conservadora. La respuesta de muchas organizaciones y de actores tradicionales como las Iglesias y los partidos ultraconservadores, sin embargo, fortalece la intolerancia a la derrota y provoca no pocos conflictos violentos que parecen no tener solución en el corto plazo.
Lamentablemente, la democracia es un sistema demasiado frágil, que no se reduce a simples ordenamientos legales o institucionales: descansa, primordialmente, en una convicción valorativa que parece ya no caracterizar a la sociedad moderna.
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