He de decir que nunca antes había conocido el silencio en clase hasta que conocí los micrófonos de Zoom. Los apagas y se hace el milagro de Dios. Incluso, da pena interrumpirlo, pero poco después se vuelve incómodo. Con el tiempo empezaron a hacerme falta los resoplidos que proseguían las instrucciones del día, las interrupciones preguntando la fecha como si importara el día que fuera, pero tenía que adaptarme. Esa era la consigna: adaptarnos al cambio que venía para quedarse. Lástima que también se quedaba el vivaracho que decía que tenía que apagar la cámara por su internet precario. Así, aunque lo imaginaba jugando algo más, uno nunca sabe, el internet de Guatemala te obliga a ser empático. Pero, a pesar del caudal de empatía, se me hacía difícil con los impuntuales. Quizá la pandemia no nos cambiaría en absoluto, como pensaba, pero preferí no indagar para no desilusionarme.
Con los que sí nos veíamos no tardaron las sorpresas: uno que apareció en piyama, otro que discutió mientras la cámara seguía encendida. Incluso, una vez apareció un adulto, un padre de uno de los alumnos, tomando nota. No le dije nada para no robarle el entusiasmo de aprender, pero no se comparó a cuando escuché un ladrido y vi al perro que sustituía obediente a su dueño. A él sí tuve que llamarle la atención (al alumno). Y no fue lo mismo a través de una pantalla. Ya nada lo era.
Un día estábamos en plena cháchara cuando, después de unos titubeos, se animaron a decirme lo que cuchicheaban entre ellos: las clases virtuales eran aburridas. No era de sorprenderse. Es más: me vi tentado a darles la razón, pero mi trabajo consistía en no hacerlo. Había que motivarlos. Quizá era un buen momento para tomar conciencia de la posición privilegiada. En concreto, les dije, según el reportaje de No-Ficción —aprovechaba para dar ejemplo de la importancia de hablar con datos y fuentes fidedignas—, que solo el 29 % de la población censada contaba con acceso a internet para hacerlo. Entonces vi en sus rostros absortos y fruncidos el esfuerzo que implicaba imaginar aquello: una vida sin Netflix, WhatsApp, TikTok… Y ahora el que resoplaba era yo.
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Ese día hablábamos sobre derechos humanos. Una alumna me puso en aprietos cuando preguntó si el acceso a la educación era uno de ellos. Claro que sí, le dije. Y está recogido en nuestra Carta Magna, completé. Cuando la palabra privilegio empieza a sonar donde no debe es porque se erige sobre la desgracia del otro y, al asentarse, se hunde hasta ser ignorada. Era una oportunidad para asumir nuestros contextos, por lo que les expliqué que, cuando ciertos privilegios se sostienen, es porque no se asumen como tales. Esto crea una distancia, un no estar en el mundo, una incapacidad de comprender otras realidades, reflexionaba en modo filosófico. Como los de la fiesta O3, les dije esperando una reacción que no llegó. De nuevo el silencio.
Dejando atrás el tono irónico. Ese día pensé en lo importante que es ayudar a otros a asumir las tensiones del entorno como propias. Así como me ayudaron a mí, y lo siguen haciendo, tantos amigos y libros con los que me encuentro. Un sistema educativo que desde una posición neutra reproduce una y otra vez las cegueras del ayer obstaculiza nuevas posibilidades para el mañana. Y, como bien muestra Piketty en Capital e ideología, las alternativas siempre han estado allí, aguardándonos, lo cual no le conviene a la lógica dominante, al relato de la fatalidad. En esto estriba el valor de La advertencia, pues, a pesar de sus fallos, pone de relieve un relato menor, deliberadamente ignorado y olvidado por incómodo para muchos.
En una sociedad estructurada de manera desigual, en la cual las oportunidades para que broten la conciencia y la empatía son mínimas, debemos mantener una buena disposición para con el otro. En parte, el peso recae sobre los educadores, quienes deben ser capaces de romper barreras, distancias. En pocas palabras, de llevar el mundo al aula, pues la educación del educado no ha sido suficiente todo este tiempo. Pero la ruta del aula es a largo plazo y me temo que Guatemala no tiene largo plazo. Por ello insisto en todas esas personas —activistas, editores, intelectuales, escritores, lectores— que siguen haciendo oír su voz con ímpetu. Somos varios los que escuchamos.
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