Hacia finales del día, quizá usted estará prendido al televisor o a las redes sociales esperando los primeros resultados a boca de urna. O quizá no se haya dado por enterado del asunto porque no le interesa mucho lo que pase en esta latitud del continente, a pesar de que más de un millón de latinos de origen guatemalteco viven en este país y de que millares de ellos dinamizan la economía guatemalteca por medio del envío de remesas. En 2017, estas sumaron 8,191 millones de dólares estadounidenses y para este año se espera que superen los 9,000 millones.
La cuestión es que, en los casi tres lustros que llevo de vivir aquí, nunca había visto tal efervescencia y deseo por parte de la ciudadanía estadounidense de participar en unas elecciones que en tiempos normales no suscitan mayor interés. Usualmente, alrededor del 40 % de los votantes acuden a las urnas en este ciclo. Pero en este país ya no se viven tiempos normales desde noviembre de 2016, cuando el entonces candidato Trump resultó electo presidente contra todo pronóstico. Basta con apreciar la inyección financiera a las campañas electorales por un monto de 5.2 millardos de dólares, la más cara en las elecciones de medio mandato de los últimos 20 años.
Usualmente, las elecciones de medio período son una suerte de referendo del mandatario de turno. Además, históricamente, el partido gobernante tiende a perder en promedio 30 curules en el Congreso. De tal suerte, muchas encuestas anticipan que los demócratas habrían de ganar un número considerable de curules y probablemente se harían con la Cámara de Representantes, si bien son menores sus chances de recuperar el Senado.
Pero, como decía, estos no son tiempos normales. Más allá de apoyar a candidatos republicanos en contiendas que son primordialmente locales, Trump ha convertido estas elecciones en un referendo nacional sobre su propia persona. Ha hiperpersonalizado esta contienda para energizar a sus bases. Además, el éxodo de los hondureños en su odisea por llegar a puerto seguro en Estados Unidos le ha caído como anillo al dedo para azuzar aún más al electorado.
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De esa cuenta, los escenarios son difíciles de prever: los demócratas esperan una ola azul que arrase en el Congreso y en las elecciones locales, mientras que los republicanos esperan una ola roja que les permita legitimar más al mandatario en muchas de sus políticas que él no cesa de reivindicar como promesas cumplidas, entre ellas un amplio abanico de políticas antimigratorias.
Pero, desde el primer día de su mandato, la principal estrategia del presidente ha sido el uso de la política del miedo, la división y el odio, lo cual ha fomentado y normalizado expresiones de violencia, revanchismo, xenofobia y antisemitismo, que han opacado la campaña electoral, particularmente en las dos últimas semanas.
De contar la Organización de los Estados Americanos (OEA) con una delegación de observadores en estas contiendas, el diagnóstico de violencia preelectoral sería preocupante: paquetes bomba enviados a miembros del partido demócrata y a líderes progresistas, 11 judíos masacrados por el hecho de ser judíos, 2 negros asesinados por un extremista, 2 mujeres asesinadas mientras hacían yoga por un misógino fan de sitios nacionalistas de extrema derecha y paramilitares armados hasta los dientes en la frontera tejana para frenar el arribo de los migrantes centroamericanos. Todo lo anterior, motivado por un presidente hostigador, que se burla públicamente de las personas discapacitadas, que celebra que un político haya golpeado a un periodista, que se mofa de una congresista que dice tener orígenes indígenas y que deshumaniza constantemente al otro.
Frente a este panorama dominado por un líder narcisista y autoritario, supondríamos que el voto racional tendría que imperar. Pero yo preveo que, aunque la asistencia a las urnas será mayor, la victoria de los demócratas será una salpicadita, y no necesariamente la ola que muchos esperan. Ojalá me equivoque. Porque lo que está en juego es la viabilidad democrática y la gobernabilidad de este país, con repercusiones globales. Recuperar la confianza en las instituciones, en las cuales una política incluyente y una ciudadanía activa aspiren a construir puentes, y no a dividir sociedades por medio del odio, es tan apremiante aquí como en el resto del continente.
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