Semejantes resultados nos obligan a encarnar los resultados estadísticos: el 70 % no están aptos para impartir matemáticas y el 60 % no están capacitados para enseñar a leer y escribir. Las preguntas que surgen ante semejante debacle son desde cuándo estamos así y por qué.
Yo cursé la escuela primaria entre los años 1961 y 1966. Nunca estuve en una institución privada. Toda mi educación, desde la preprimaria hasta la universitaria, fue en el estamento público. Y no tengo queja alguna de la educación recibida. Me gradué de maestro en educación primaria urbana, y los conocimientos que recibí de matemáticas, estadística, ciencias naturales, biología, idiomas español e inglés y otros humanísticos como filosofía y las psicologías me sirvieron de maravilla en la Facultad de Medicina de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Es decir, tuve una excelente escuela preprimaria, una similar escuela primaria y una inmejorable escuela secundaria.
¿Qué pasó entonces en los años posteriores en tales categorías?
Comencé a notar que algo no estaba bien cuando tuvimos la necesidad (como familia nuclear) de reforzar en casa los contenidos del pénsum que llevaban mis hijas y mis hijos en el ciclo básico. Percibíamos esos contenidos muy superficiales amén de las correcciones que teníamos que hacer con relación a la ortografía y a la cultura general, desatinos atribuibles no al pénsum, sino a ciertos maestros que ya estaban bajo ese influjo de la ruina que se veía venir.
Años más tarde, cuando asumí algunos cursos en el nivel universitario (como docente), me percaté del estado de desastre en que estaban los alumnos que ingresaban a la universidad. Pude detectar que su fase de aprestamiento y el aprendizaje de la lectoescritura y de la matemática habían sido deficientes. Y ha de recordarse que quien no aprende a bien leer y quien no aprende las matemáticas jamás tendrán un adecuado razonamiento lógico.
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Identifiqué de inmediato tres falencias. Una correspondía a la cantidad de escuelas normales que se había permitido abrir en cualquier lugar de la república sin haber constatado que los docentes contratados eran los más adecuados para formar maestros. Otra, atinente al menoscabo salarial en que habían caído los maestros, pues, en mis años escolares, el quetzal estaba parangonado con el dólar, pero luego nuestra moneda se cayó y los maestros no tuvieron los incrementos dignos y necesarios para desenvolverse de la mejor manera. Y la tercera estaba (y está) en relación con la politización partidista de las categorías escolares de dirigencia y el mal uso de la sindicalización. Estas últimas han sido más dañinas que las epidemias de gripe A (H1N1) del año 2009 y los actuales brotes de dengue juntos.
Y como si los anteriores jinetes del apocalipsis no hubiesen sido suficientes para provocar el mal que han hecho, el uso inadecuado de las redes sociales y las páginas desde las cuales se puede generar una acción de copiar y pegar (en las pantallas de teléfonos móviles y computadoras) vinieron a agravar el problema porque se acometió la categoría ética.
¿Qué se puede hacer a estas alturas?
Yo creo que se puede hacer mucho. El día que tengamos un gobierno que se ocupe debidamente de las necesidades de la población más vulnerable podremos generar un cambio que abarque desde el Currículo Nacional Base hasta los tiempos del calendario escolar (contextualizados a nuestro aquí, nuestro ahora y nuestro futuro). Ni qué decir de la necesidad de personas éticas que estén al frente de los puestos de dirección. ¿Razones? Entre otras: para que la educación formal se haya desplomado hasta los niveles en que se encuentra —en un lapso de 30 años— tuvo que haber habido una mano perversa que provocara esa caída. ¿Por qué y para qué? Todos tenemos alguna respuesta. La cuestión es validarla.
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