A nivel tanto personal como colectivo, el desarrollo de la crisis supone efectos en todas las esferas de la vida. También en la emocional. Cada persona sabe cómo ha reaccionado respecto al desarrollo de la crisis y de las distintas aristas que conlleva. Los más afectados han sido los enfermos del coronavirus, los familiares de los fallecidos y quienes han perdido sus fuentes de sustento. Indudablemente son acontecimientos dolorosos y que impactan fuertemente en las personas.
Pero, mínimamente, la crisis ha instalado un clima de preocupación y de temor.
Los primeros casos nos tomaron de improviso, pero se contaron, digamos, un tanto deportivamente, esperando que se pudieran contener en breve. Las primeras medidas de confinamiento y de restricción llevaron al pánico a algunos, que buscaron conseguir ciertos recursos (incluyendo el todavía inexplicable acaparamiento de papel de baño).
Se creyó que se podía parar el contagio con cierto esfuerzo y sacrificio. Al menos esa era la impresión que daban las declaraciones del presidente (aunque nunca se contó con detallitos como el 70 % de la PEA en la informalidad y la consiguiente imposibilidad de confinamiento estricto). Había preocupación, pero también cierta esperanza de que se saldría rápido del problema.
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El aumento de casos y las amenazas de cierre del Gobierno fueron dando mayor inseguridad ya en mayo y junio. En julio, sin embargo, nos cayó un cubetazo de fría realidad. Las cifras se dispararon, y el Gobierno, en lugar de aumentar las restricciones, las disminuyó. ¿Qué sentido tiene esta forma de reaccionar? La única respuesta que se me ocurre es que el Gobierno y los empresarios se dieron cuenta de que no existía forma de detener la crisis y de que, hicieran lo que hicieran, esta se iría a extender. Calcularon los muertos y, como no son ellos, decidieron abrir el país (que nunca estuvo completamente cerrado).
Durante ya cierto tiempo el presidente Giammattei ha insistido en trasladar la responsabilidad de la salud a los ciudadanos de a pie, con lo que también evita la responsabilidad de su gobierno y de sus acciones. Una de sus últimas declaraciones, irresponsable y cínica, fue: «Hoy le trasladamos la responsabilidad a la gente. Si la gente se quiere cuidar, se cuida. Si no, le sacamos la tarjeta roja. Hoy sí es problema de la gente».
Si bien es innegable que hay un componente de responsabilidad personal, el manejo de una crisis a escala global como la producida por el covid-19 es un asunto de salud pública y de las instituciones encargadas de atenderla, incluyendo la misma presidencia y los distintos ministerios. Saber que el presidente se lava las manos en el momento en que Guatemala es el foco más grave de covid-19 en Centroamérica (más de 50,000 infectados y más de 2,000 muertos) crea estupor e indignación.
La crisis, la economía y el desgobierno en el que nos encontramos seguirán produciendo efectos de todo tipo. Ojalá que la indignación y la rabia que originan los desaciertos, la irresponsabilidad y el cinismo de los gobernantes se convierta en acción política de los gobernados.
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