Hay un grado de dificultad en leer los gestos de un rostro detrás de una mascarilla. Seguramente, el futuro inmediato estará lleno de esos momentos en los que nos acostumbraremos a adivinar el dibujo de una sonrisa o de una mueca.
Escucho en los audífonos a los Blood Red Shoes cantando God Complex (2018). La fila avanza sin prisa mientras la gente revisa sus celulares y yo hago lo propio.
Un vistazo a las redes sociales es asomarse a cómo luciría la sala de operaciones de la agencia de publicidad que maneja la cuenta del apocalipsis. La crisis ha creado una nueva generación de autodidactas en pandemias, economía, relaciones internacionales y medicina alternativa que seguramente hace unos meses eran especialistas en la historia de las relaciones entre Estados Unidos e Irán, cuando el tema era la tercera guerra mundial.
Algunos son el equivalente de los charlatanes que vendían en las calles pócimas milagrosas para curar la gripe española, que tanto ayer como ahora se aprovechan de aquellos que prefieren pensar que la fe o el azar son mejores apuestas que la ciencia en estos períodos.
Otros son simplemente gente con un celular y acceso a internet, a los cuales no se puede culpar de otra cosa sino de ser lo que son. Entre ellos, la influencer que invitaba a sus seguidores a venir a la playa porque «al virus no le gusta el calor» y ha debido cerrar sus redes al experimentar en carne propia el discurso de odio.
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Las redes sociales sirven también para documentar casos en los cuales la negligencia y la arrogancia son una mala receta y tienen posibles implicaciones penales. Como el de aquel viceministro de Salud que decía que no iba a satisfacer el «capricho» de los médicos ecuatorianos de contar con «trajes de astronauta» y unos días después tuvo que admitir que hay un importante número de profesionales contagiados por falta de equipo de seguridad biométrica y que, en lugar de atender pacientes, forman parte de ellos.
El confinamiento es el caldo de cultivo perfecto para que, en ciertos casos, los fantasmas de la soledad, las adicciones y la violencia convivan con sus propios demonios. Si a esto se une la ansiedad de una generación de clase media que debe ser entretenida permanentemente y está acostumbrada a comprar, comprar y comprar lo que seguramente no necesita, cada minuto conectado a una red social se convierte en un potencial enorme para la difusión de noticias falsas, que alimentan nuestra necesidad de ser asustados ante lo que suponemos son las puertas del averno.
Por ahora, no hay diferencias entre quienes repiten la vieja canción del colapso del sistema capitalista —un clásico de la izquierda de salón con acceso a la clave del wifi del vecino— y quienes claman por la responsabilidad china en esconder información, una apuesta segura para cualquier asesor político en Washington que busca en el repertorio de los chivos expiatorios.
No consuma hoy su dosis de miedo. No se alimente de pánico frente a los modelos matemáticos que comprueban que los contagios generan más contagios. No difunda la sabiduría ancestral de todas las teorías de la conspiración. Tal vez es mejor pensar en términos de empatía y solidaridad. Al salir de esto nos esperan otros retos.
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