El proceso simultáneo de la descomposición de lo que termina, lo que actualmente son la economía y el funcionamiento político del país, con la creación o aparición de lo que nace, otra economía y otra forma de funcionamiento político, es una relación dialéctica de hechos, factores, procesos, decisiones, acciones e imprevistos que muy difícilmente se pueden delimitar quirúrgicamente y conducir con precisión de prueba en laboratorio.
La gestión pública y de ejercicio de poder debe transitar hacia un modelo general de servicios.
Este hecho histórico pone de manifiesto que, cuando los procesos sociales de cambio arrancan, por el agotamiento y la inviabilidad del poder político y la incapacidad de las élites que lo ejercen para dar soluciones, no siempre hay un plan definido al detalle o una hoja de ruta con tiempos y resultados específicos.
Hannah Arendt escribió en el ensayo de filosofía política La tradición y la época moderna: «Los problemas elementales de la política nunca llegan tan claramente a la luz en su urgencia inmediata y simple como cuando se formulan por primera vez y cuando encuentran su desafío final».
En Guatemala, después de cinco años de crisis política tras la caída del gobierno de Otto Pérez Molina, las élites económicas, en alianza con las estructuras del capitalismo criminal, de tráficos ilícitos de personas, droga, armas, etcétera, y de lavado de activos, empujaron y entronizaron dos gobiernos de restauración conservadora: el de Morales y el de Giammattei. Ambos fueron un fracaso.
Ambos gobiernos casi destruyeron lo que quedaba de la institucionalidad democrática y regresaron a los métodos del poder político de hace cuarenta años al ejercerlo de modo autoritario, vertical, opaco y corrupto; al darle más contenido al colapso del sistema político, que no es confiable ni logra consensos activos con la población, y al hacer insostenible un modelo económico excluyente y creador de pobreza. Por eso la única salida razonable es el cambio.
El cambio hacia la democracia participativa y la transformación del modelo económico no pueden ser solo un maquillaje. Desde el quiebre del Estado finquero en 1944 o la insurrección armada campesina de 1978 a 1980 en el noroccidente del país, durante la guerra interna, no se producía una crisis estructural tan clara. El 16 de abril de 2015, cuando el Ministerio Público y la Cicig presentaron el caso La Línea, se mostró que las estructuras profundas, tanto económicas como políticas, afectadas en su funcionamiento decisivamente por la corrupción público-privada estaban en una situación tal que sus posibilidades de mantenerse iguales eran contrarias a la lógica de la democracia y de la búsqueda del bien común. Eran, por tanto, irracionales. Intentar mantenerlas durante los últimos cinco años confirmó esa realidad.
Las demandas sociales y políticas de la población, tan diversas y cambiantes por su deterioro, dan algunas pistas de adónde ir. No son una novedad. Ya estaban presentes en el imaginario social desde el inicio de la crisis hace cinco años, pero fueron mediatizadas y finalmente destruidas por las élites ya mencionadas. Algunas de estas medidas son la urgente modificación profunda del sistema político, la modernización administrativa y operacional del Estado (por ejemplo, la Ley del Servicio Civil) y la creación de herramientas para el ordenamiento de la economía y la conservación de los recursos (por ejemplo, las leyes de competencia y de aguas).
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El modelo económico, que ya estaba tambaleando, ahora provoca males mayores: aumento del desempleo, baja en el crecimiento y en el consumo y contracción de los servicios y del nivel general de vida en una situación en la que este último ya era precario. Baste con mencionar los índices de pobreza y de población económicamente activa trabajando en la informalidad.
Por tanto, hay por lo menos dos constataciones claras: a) que el integrismo de mercado y la ideología neoliberal, guías de los poderes dominantes, no son los caminos adecuados para encontrar soluciones, y b) que las rutas deben contemplar el corto, mediano y largo plazo para transformar la estructura que fracasó como modelo y que no lleva a ninguna parte.
Entonces, parece lógico y necesario desde ahora, tras el fin de la emergencia por el covid-19, desmontar las políticas neoliberales. Esta tarea, con todas sus complicaciones, es la más clara. En palabras de Paul Mason: «Restringiendo la actividad de los grandes círculos financieros, dando marcha atrás a la austeridad, invirtiendo en energías verdes y promoviendo el empleo bien remunerado», así como la inversión pública a largo plazo en educación, salud, comunicaciones, vivienda popular y lucha contra la pobreza y la extrema pobreza.
También se debe fortalecer el Estado con recursos y capacidades. La gestión pública y de ejercicio de poder debe transitar hacia un modelo general de servicios, de vocación forestal, de economías locales de cobertura, local-comunitario sostenible y con posibilidades de saltar en un mediano plazo a la cobertura nacional, sobre todo en el campo de la producción de alimentos. Debemos abandonar la agricultura latifundista de exportación de commodities y terminar con los privilegios de las familias del poder patrimonial-oligopólico.
Otra demanda importante es la asamblea constituyente para darle un nuevo fundamento al Estado. ¿Puede hacerse mientras el sistema político se modifica? No es fácil, pero hay que buscar la manera política y jurídica más allá de los purismos garantistas legales y dejando de lado el formalismo kelseniano de la formación de la mayoría de los juristas del país.
Ahora hay una oposición profunda y ciega al cambio por parte de los grupos del poder tradicional. Pero la hegemonía no puede ser mantenida solamente por imposición voluntarista porque, aunque esta imposición sea totalmente autoritaria, necesita de la creación de imaginarios aceptables para la población, tanto sociales, políticos y culturales como ideológicos, y la creación de ventajas económicas que posibiliten consensos activos de los sectores subalternos. Solo así el poder autoritario que se impuso podrá seguir siendo ejercido eficazmente.
En el momento actual, el sector hegemónico no parece saber cómo hacer eficaz esa hegemonía sin recurrir a la imposición y a la represión. De hacerlo así, estaremos en la barranca profunda del Estado fallido y de la sociedad inviable. Hay otros caminos, más racionales, posibles y viables, para no entrar, como hace cincuenta años, en el camino oscuro de la sinrazón como método y en el crimen como argumento. Lo que está en juego no es solo el ejercicio del poder para beneficio de las élites, sino también la supervivencia de la organización social completa y la posibilidad de seguir siendo un país.
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