La historia de las expropiaciones y de los conflictos agrarios en la Verapaz es, literalmente, centenaria, además de colmada de racismo. Ya para entre los años 1870 y 1880 varios q’eqchi’ propietarios de amplias extensiones de tierra en la región habían pedido privilegios cafetaleros como los que se les daban a los extranjeros y ladinos de parte del Estado liberal. La respuesta, como documentan Gibbins, Castellanos Cambranes y González-Izás, fue negativa, y el único criterio era que eran q’eqchi’. Ya muchos investigadores (además de los citados arriba) han documentado hasta el hartazgo que en la Verapaz las fincas literalmente cayeron sobre comunidades —sobre todo q’eqchi’— que habían habitado la región por desde un mínimo siglo y medio (en las tierras bajas) hasta varios siglos (en el altiplano). Influyen en ello el histórico patrón semiurbano q’eqchi’ (pocas personas, grandes extensiones y alternancia de viviendas y cultivos), el dominio dominico de 300 años (que no necesitó la titulación masiva de territorios) y el hecho de que la región fuera apta para el cultivo de café. Ante una nueva élite cafetalera, que se apropió del racista darwinismo social, quedaba poco para los q’eqchi’ y poqomchi’.
¿Por qué ser precisos al explicar estas realidades? El caso q’eqchi’ y poqomchi’ se usa, en contextos no académicos (y también en algunos académicos), para buscar explicar la realidad de todos los pueblos indígenas de Guatemala frente a las grandes transformaciones después de 1871, que construyeron la Guatemala que conocemos hoy. Es decir, se ha extrapolado la realidad histórica de la Verapaz para explicar, por ejemplo, las expropiaciones también masivas en la bocacosta pacífica. En realidad, en la bocacosta se dio un proceso gradual, mucho más temprano que en la Verapaz, que también implicó, en su etapa temprana, la posesión de cafetales pioneros en manos k’iche’, como ha demostrado el trabajo de Leticia González Sandoval para la región. Por supuesto esto desapareció por completo, pero, a diferencia de la realidad poqomchi’ y q’eqchi’, las expropiaciones en la bocacosta tomaron grandes extensiones de terrenos comunales poco o nada habitados y que eran usados como complemento ecológico a los fríos altiplanos, centro de las grandes urbanizaciones mam y k’iche’. La integración de los indígenas como mozos en esta región fue a través del viaje de estos desde sus cabeceras hasta las fincas (no es que las fincas pasaran a tomar a los pueblos como colonato).
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Esas diferencias de expropiación también se pueden leer en clave cultural: mientras los k’iche’ (y los mam en mucha menor medida) pudieron seguir reproduciendo su cultura y organización social de manera autónoma o semiautónoma al orden finquero (de esto hablan Grandin para Cantel y Quetzaltenango y Carmack para Momostenango), los q’eqchi’ vieron la progresiva y rápida subordinación de estas a la lógica de la finca, a tal punto que las mayordomías y alcaldías pasaron a tomar una forma caricaturizada dentro de las grandes propiedades, como documenta González-Izás. Lo mismo sucede al estudiar el caso ixil y el de los mam, q’anjob’al y otros en el altiplano noroccidental: sus realidades estuvieron marcadas sobre todo por las fincas de mozos, propiedades de cafetaleros en el altiplano que se alquilaban a mayas con la condición de que el uso se descontara después en fincas de la bocacosta. Una práctica infame que terminó, en su mayoría, durante el período revolucionario.
Este breve texto es un llamado, muchas veces hecho ya, a la precisión histórica y cultural. Sí, los pueblos mayas por un lado y Guatemala por otro tienen una historia general, común. Pero las precisiones locales y regionales ayudan a deshebrar mejor la madeja de la historia de dolor y destrucción, pero también de las estrategias comunitarias de lucha legal, resistencia y transformación desde lo local. Y, sí, a pesar de su particular historia de expropiación y destrucción, los q’eqchi’ también se han sobrepuesto a ello hasta hoy.
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