Desde el chauvinismo del liberalismo decimonónico (la patria Guatemala, su himno y sus símbolos patrios) hasta las versiones menos convencionales de Estado plurinacional o incluso un Estado controlado por un grupo de patricios, esta permanente oscilación muestra la crisis permanente de la forma estatal inaugurada en 1871, una que la mayor parte del tiempo tiene una naturaleza más legal y formal que legítima y de práctica cotidiana. No quiere decir, por supuesto, que el Estado no se experimente ni ejerza en la mayoría de los lugares, sino más bien que este ejercicio no es ni pleno ni como se ha planeado y casi siempre es cuestionado o de plano ignorado.
La crítica fundamental al Estado y a la nación liberales se refiere a su creación por parte de una élite voraz que prácticamente anuló (al menos en la ley) todo el pasado institucional y social para unificarlo en una sola narrativa nacional. A la vez, como buen mecanismo autopoiético, el Estado ha difundido la idea —que se ha reproducido por generaciones— de que para Guatemala solo puede existir y servir esta forma de Estado y esta forma de nación: ambos únicos, perpetuos. Pero resulta que no es así, que todo es una construcción histórica y social y que el mismo Estado y la misma idea de nación lo son. El Estado de Guatemala y su idea de nación que tenemos desde hace siglo y medio no son lo mejor, además de que no le hacen justicia al complejo pasado y presente etnolingüístico, económico y social de esta región.
La idea de un Estado federal o de una confederación de estados interdependientes es una formulación que cada cierto tiempo resuena en el país. Sin embargo, se parte desde la teoría, y no desde la historia y el contexto: 1) república federal con los departamentos actuales como estados constituyentes, 2) Estado plurinacional centralizado, 3) república federal basada en autonomías que usan el criterio etnolingüístico y 4) otras formas similares. Para todos hay la misma respuesta: balcanización (antes de la década de 1990 se utilizaban otros términos). Es el temor de la forma estatal y nacional —y de perder el terreno y los privilegios ganados, en el caso de los favorecidos por ella y de sus entusiastas—. O nostalgia. Pero ¿cuál modelo federal?
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Trabajando con comunidades indígenas he presenciado las formas complejas de organización que poseen. Muchas de estas formas son herederas de entidades prehispánicas que muy poco se conocen, incluso por especialistas. En resumen, las organizaciones sociales mayas del altiplano tienen tres niveles: chinamit-calpul, amaq’ y winaq (la discusión sobre ellas está en mi libro sobre un caso q’eqchi’). El winaq desapareció en el siglo XVI, aunque su lógica persiste de alguna manera. Respecto a los otros dos, sus versiones coloniales y modernas han continuado, de modo que han perdido su estrato noble y se han modificado según su propia realidad. El ejemplo clásico (aunque reformado) es el de los 48 cantones de Totonicapán, y los más tradicionales son Momostenango, Nahualá y Chichicastenango, junto con otros reformados como Sololá. Plaza Pública presentó una lista de alcaldías indígenas en 2016.
¿Y por qué Suiza? Los suizos, con sus 26 cantones y sus 4 idiomas, surgieron de un modelo tipo confederación muy parecido a los antiguos winaq del altiplano maya y en la actualidad tienen una especie de confederación reformada que se asemeja a un Estado federal, con muchísima autonomía y poderes para sus entidades constituyentes: una federación basada en la historia local, la cultura y el idioma de cada quien, un poco como los mayas se organizaban y lo siguen haciendo. Es imposible en 700 palabras resolver esta temática y explicar detalles, ya que precisamente una de sus virtudes —tanto de un winaq moderno como de una confederación/federación al estilo suizo— es el consenso y la democracia directa. Porque, aunque se imponga la idea del Estado nacional único a la fuerza, legalmente o por el discurso, la práctica seguirá siendo la de múltiples historias, territorialidades e identidades, incluyendo a los mestizos/ladinos.
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