Guatemala proviene de Quauhtlemallan, palabra náhuatl que alude a un lugar de muchos árboles, lo cual es coherente porque en sus 108,889 kilómetros cuadrados de extensión territorial destaca un entorno verde, el cual se reduce cada vez más, pero da firmeza a por qué se identifica así al país. Otra versión refiere que el origen del nombre es maya, Uhatezmala.
Somos Guatemala y debemos enorgullecernos, como ha ocurrido en distintos pasajes de esa realidad claroscura que nos ha tocado ver, leer o escribir: páginas e imágenes que atraviesan generaciones. Por eso no corresponde la idea de cambiar a Guatebuena o Guatemaya, y menos atender aquello de salir de Guatemala para entrar en Guatepeor.
Por supuesto, la corrupción enquistada en feudos públicos, privados y autónomos y las prácticas excluyentes y perversas por motivos de etnia, creencia religiosa, ideología o preferencia sexual nos mantienen anclados. Sin embargo, hay hechos en los que la población guatemalteca ha caminado con una mano en el corazón y la otra tomada de la de un o una compatriota.
En agosto de 2012, Erick Barrondo llenó de sudor las calles de Londres, Inglaterra, por donde derrochó energía de hombre de maíz hasta alcanzar el podio en los 20 kilómetros de marcha y lograr que Guatemala obtuviera la primera medalla olímpica de su historia.
A propósito del alimento central de nuestra cultura, el país vibró cuando en diciembre de 1967 las letras chapinas fueron reconocidas con el Premio Nobel de Literatura otorgado a Miguel Ángel Asturias y dos años después, al seguir en julio la narración del connacional Carlos Rivas de la misión Apolo 11 y del arribo a la Luna.
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Ciencia, deporte y arte son los canales que en automático nos colocan bajo el mismo techo cuando nos enteramos o acordamos de que son de Guatemala Federico Lehnhoff, inventor del café soluble; Arturo Bressani, de la Incaparina; Rodolfo Robles, descubridor de la oncocercosis, y Aldo Castañeda, pionero de la cirugía cardíaca. Asimismo, nos emociona el gol de Juan Carlos Plata contra Brasil o el triunfo contra Estados Unidos que nos condujo por, hasta ahora la única vez, a un mundial de futbol. Luna de Xelajú, de Paco Pérez, es el himno, y quienes lo vivieron tienen presente cuando en 1974 Tanya Zea puso voz y sentimiento a la premiada Yo soy, de la inspiración de Julio César del Valle, en la tercera edición del festival de la Organización de la Televisión Iberoamericana.
Los pasajes relevantes abundan, como el ordenamiento citadino por donde nos vemos y rozamos y por el que Doroteo Guamuch Flores preparó su histórico triunfo. Esas calles y avenidas son producto de la visión del ingeniero Raúl Aguilar Batres. En unos de esos tramos reluce la obra de Carlos Mérida y la de Rodolfo Galeotti Torres, todos con el sello de esa Guatemala que José Ernesto Monzón dibuja en cada canción y Luis Cardoza y Aragón retrata en su narrativa.
Es cierto: los malos y las malas nos hieren porque su gula de poder es insaciable. Y a veces también nos rendimos, como cuando olvidamos que estamos reclamando una parte de los 11,030 kilómetros cuadrados de Belice, de manera que, mientras la disputa no se dilucide, es necesario anotar en el mapa: «Límite no definido. Diferendo territorial, insular y marítimo pendiente de resolver».
Hace 44 años un terremoto nos tumbó, pero el esfuerzo general nos levantó. Después se han registrado fenómenos naturales que se han ensañado con los empobrecidos. Ahora una pandemia nos golpea y la afrontamos, en unos espacios con actitud solidaria, en otros con los lastres que nos dividen. Nadie sabe qué vendrá. Tal vez se impongan las acciones comprometidas con el bien común o se produzca lo que la cantante y actriz española Ana Belén expresa: «No tengo esperanza con que esto nos vaya a cambiar. Somos tan burros que no sé si saldremos mejores. La gente que era buena lo seguirá siendo y los imbéciles, hijos de puta e irresponsables también».
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