Hace un par de años, Nicaragua era considerada el caso grave de Centroamérica debido a la represión y a la restricción de libertades fundamentales perpetradas por el presidente Daniel Ortega. Sin embargo, las inclinaciones antidemocráticas y el vínculo con el narcotráfico del presidente hondureño Juan Orlando Hernández y del entonces presidente guatemalteco Jimmy Morales dejaban claro que el nicaragüense era el peor caso, pero no el único.
Con las destituciones del fiscal general de la república y de las magistraturas de la Sala de lo Constitucional, sumadas a las amenazas a la sociedad civil organizada y a la prensa independiente, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha convertido su país en el principal punto de preocupación en Centroamérica, justo en medio de las tensiones geopolíticas entre la República Popular China y los Estados Unidos de América. El joven presidente salvadoreño se perfila ya como un aprendiz de dictador que ignora las lecciones y los costos altísimos de la tragedia de la guerra civil en su país, no para él, pero sí para su pueblo.
En este contexto de deterioro político regional, hasta el momento Guatemala se mantiene con cuotas de estabilidad. Aunque las tensiones con el gobierno estadounidense de Biden son más que evidentes, Guatemala mantiene la cordialidad y la funcionalidad de los canales diplomáticos y no puede considerarse que se encuentre en una situación internacional crítica, como seguro ya lo están Nicaragua, Honduras y El Salvador. Depende de las habilidades y calidades de estadistas de Giammattei y de su canciller, Pedro Brolo.
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Sin embargo, Giammattei y su administración no van bien. La corrupción y pactos sucios como el que prevalece con la alianza oficialista en el Congreso y la Asociación Nacional de Municipalidades de Guatemala, más los graves desaciertos en la respuesta gubernamental al impacto de la pandemia del covid-19, prácticamente han agotado la popularidad de Giammattei, a quien ya le queda muy poco o nada del apoyo ciudadano con el que ganó las elecciones en 2019. Este es un factor político muy importante que diferencia a Giammattei de Ortega, Hernández y Bukele: los presidentes vecinos gozan de cuotas de popularidad y de apoyo ciudadano que Giammattei no.
Lo que está por venir será crítico y crucial. Una crisis política mayúscula nos espera si Giammattei sucumbe a la tentación de desatar una ola represiva que incluya aplicar la ley anti-ONG y comete la estupidez de cerrar una entidad que le molesta por ejercer las libertades constitucionales fundamentales de asociación, organización y expresión del libre pensamiento; si él persiste en sus ataques en contra de la prensa independiente, o si siguen ocurriendo detenciones mediante vehículos sin placas de personas que trabajan en contra de la corrupción o defienden el medio ambiente, los derechos humanos y una lista larga de temas que incomodan al presidente y a sus aliados.
¿Hasta qué punto Giammattei y su gabinete son conscientes de la importante diferencia entre lo que ocurre aquí y en los países vecinos? El presidente está a tiempo de privilegiar la sensatez y la prudencia propias de un estadista y de no pretender seguir la corriente que están generando los vecinos, suponiendo que el contexto guatemalteco y su capital político son similares. No reprimir a la ciudadanía y a sus electores es un primer paso, pero me temo que es insuficiente, ya que el presidente debe corregir el rumbo y demostrar que quiere hacer lo correcto y que es capaz de hacerlo, empezando por parar la corrupción desenfrenada que pudre su gobierno.
¿Tendrá todavía Giammattei tino y sensatez para verlo, entenderlo y hacerlo?
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